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El aumento de la esperanza de vida se ha dado en todas las regiones del mundo, especialmente en América Latina y en Asia, cuyas expectativas de vida se han acercado a las de Europa. Este aumento se observa incluso en países de África, aunque en esta región la mortalidad sigue siendo aún elevada, sobre todo en la infancia, pero también en edades adultas.
Junto con este aumento del promedio de vida, se observa que, con la excepción de África, se avanza hacia un proceso de mayor uniformización de este indicador entre regiones: existen menos diferencias en el 2015 de las que existían en 1950. Es importante señalar que un aumento de 20 años o más en el promedio de vida, como se observa en Asia y América Latina, tiene un gran impacto a nivel agregado e individual. Significa, por ejemplo, que existe una mayor probabilidad de que las personas puedan conocer a sus abuelos y que en una familia puedan estar presentes varias generaciones al mismo tiempo, lo cual era menos probable cuando la mortalidad era mucho más alta. En el caso de las mujeres, un promedio de vida menor de 50 años significa que estas no están con vida durante todo su período reproductivo. En la medida en que la mortalidad disminuye, todas las mujeres llegan, al menos, hasta la edad final de su período reproductivo y, en consecuencia, si así lo desearan, podrían tener más hijos.
El aumento de la esperanza de vida se ha dado en todas las regiones del mundo, especialmente en América Latina y en Asia, cuyas expectativas de vida se han acercado a las de EuropaEl promedio de vida también sigue aumentando en países europeos y en América del Norte, en los cuales ya se ha llegado a niveles elevados. Se suponía que los 85 años podrían ser un límite en el promedio de vida que podría lograrse; se decía que la esperanza de vida iba a seguir aumentando, pero cuando llegara al límite de 85 años, ahí se quedaría. Sin embargo, ya tenemos alguna evidencia de algunos países —Francia, Japón y otros— en los cuales la esperanza de vida femenina ya superó los 85 años.
Pero el cambio en los promedios de vida no ha sido un proceso lineal en todos los países. En algunos, como es el caso de Rusia y Ucrania, se observa más bien un proceso interrumpido. Jacques Vallin y France Meslé (2012) muestran que, mientras en países como Francia la esperanza de vida aumenta de modo continuado durante el siglo XX, sin mostrar signos de estancamiento, ha sucedido lo contrario en Rusia y en Ucrania. En estos países, la espectacular alza de los promedios de vida llegó a su máximo a mediados de la década de los sesenta y, desde esa fecha, el promedio de vida ha estado estancado en el caso de las mujeres e incluso ha disminuido en el caso de los hombres. Por tanto, el panorama positivo mundial mostrado antes no se aplica necesariamente a todos los países. Este estancamiento o retroceso en Rusia y Ucrania se ha relacionado con la mala atención sanitaria, pero también con prácticas alimentarias como son el alto consumo de alcohol y una alimentación inadecuada. Este es un fenómeno que no es temporal; estamos hablando de un período de cerca de 50 años en el cual la mortalidad se estanca o aumenta, sin mostrar indicios de una inversión de esta tendencia.
También podemos ver, en el caso de África, cómo ese proceso de aumento del promedio de vida fue interrumpido por la epidemia de sida provocada por el VIH. Países como Zimbabue vieron su promedio de vida reducirse al menos en 15 años entre principios de la década de los ochenta e inicios de este siglo. Solo recientemente, Zimbabue ha logrado recuperarse de esta baja y muestra en la actualidad el mismo promedio de vida que tenía a inicios de los ochenta. Esta situación es característica de algunos otros países con alta incidencia del VIH. La epidemia del VIH / sida trajo consigo no solo una disminución del promedio de vida, sino también un cambio importante en la estructura de la población y de las familias: muchos niños quedaron huérfanos y pasaron a estar bajo la tutela de adultos mayores, que se encargaron de su cuidado. De este modo, a pesar de que porcentualmente el peso de los adultos mayores en África es mucho más bajo que en otras regiones del mundo, el envejecimiento en esta región pasó a ser un tema muy relevante como consecuencia de esta epidemia.
El aumento del promedio de vida ha traído consigo una renovada discusión sobre si existe un límite máximo para la vida humana. En este sentido, se dan en la actualidad dos visiones contrapuestas: unas que tratan de mostrar que ese límite no existe (Hughes y Hekimi, 2017) y otras que presentan argumentos que justificarían la existencia de un límite para la vida humana sujeto a restricciones impuestas por la biología (Dong, Milholland y Vijg, 2006). Los estudios sobre poblaciones centenarias están reuniendo cada vez más y mejores datos que podrán arrojar luz sobre cuál de las dos hipótesis es la que mejor representa el momento actual de la humanidad y sus perspectivas futuras.
Antes de entrar en esta cuestión, quiero detenerme en el cambio de la mortalidad en Francia, que es un país con estadísticas muy buenas desde el siglo XIX. En el año 1900, de acuerdo con las condiciones de salud y mortalidad de ese momento en Francia, se podía esperar que, de 100 personas que nacían, apenas 10 iban a sobrevivir hasta la edad de 80 años. En 2015, por cada 100 personas que nacían, se esperaba que 80 sobrevivirían a los 80 años. Para 2050, de cada 100 personas que nacerán en Francia, se espera que 90 sobrevivan hasta los 80 años. Es decir, básicamente en Francia, como en otros países de muy baja mortalidad, se nace ya con la certeza de una muy alta probabilidad de sobrevivencia hasta una edad muy avanzada. Es lo que se denomina “compresión de la curva de mortalidad”, que se expresa por una cuasi rectangularización de la curva de sobrevivencia, donde el riesgo de mortalidad solo aparece al final de dicha curva.
La pregunta importante que sigue es si los logros en la reducción de la mortalidad repercuten con la misma intensidad en las expectativas de vida saludable; si vivir más significa vivir mejor. Así como sucede con la mortalidad, ¿podemos decir que existe una compresión de la morbilidad y la discapacidad? Existe una compresión de la morbilidad cuando el aumento en el número de años de vida saludable es más rápido que el aumento del promedio de vida. Cuando las ganancias en la esperanza de vida solo se traducen en un aumento de los años no saludables, se habla de expansión de la morbilidad. Se considera que existe un equilibrio dinámico cuando el aumento del promedio de vida se refleja en un aumento similar en los años de vida saludables.
La pregunta importante que sigue es si los logros en la reducción de la mortalidad repercuten con la misma intensidad en las expectativas de vida saludable; si vivir más significa vivir mejorLo que deseamos como resultado de las políticas de salud es que exista una compresión de la morbilidad, de tal manera que, si vivimos 80 años, sean 80 años de vida saludable y, si la esperanza de vida aumenta de 80 a 85 años, esos cinco años agregados a la vida sean años vividos completamente en salud y sin discapacidad. En este caso, la compresión sería completa, porque no habría prácticamente ningún riesgo de morbilidad o discapacidad asociado con el aumento del promedio de vida.
Lamentablemente, para la morbilidad y la discapacidad no tenemos una serie estadística consistente y debidamente estandarizada por un período de tiempo suficiente (como tenemos para el promedio de vida) para poder validar una u otra hipótesis. Ha habido muchos intentos, y al menos en Europa se ha llegado a un acuerdo —hace apenas unos 15 años— sobre cómo debería medirse. Se consideran tres componentes:
¿Qué es lo que muestran los datos del período limitado para el que tenemos información? No existe una tendencia clara hacia la contracción de la morbilidad y de la limitación de actividad (autodeclarada) de larga duración (EHLEIS, 2016a). En el caso de la República Checa, podría haber una compresión de la morbilidad con un aumento en los años de vida saludable, mientras que los años de vida total prácticamente no han aumentado. Podría haber una expansión de la discapacidad en el caso de Grecia, con una disminución de los años de vida saludable, mientras la esperanza de vida sube un poco. Francia podría ser un caso de equilibrio dinámico en el caso, sobre todo, de los hombres (EHLEIS, 2016a).
¿Qué pasa en España? Un elemento que llama la atención al ver los datos del período 2004-2014 es que entre hombres y mujeres no hay mucha diferencia en las expectativas de vida saludable, aunque los hombres viven menos que las mujeres (EHLEIS, 2016b). Al mismo tiempo, se observa que podría haber una tendencia reciente a la compresión de la morbilidad en hombres, pero no en mujeres. Con todo, estos datos empezaron a recopilarse solamente a partir del 2004; de hecho, en el 2008 hubo un pequeño cambio en la definición que posiblemente hizo que esas tendencias no sean tan estrictamente comparables. De esta manera, incluso en el mejor caso de países con buenos datos (como son los europeos), no existen evidencias firmes aún para determinar si estamos en presencia de una compresión o una expansión de la morbilidad.
La respuesta a esta pregunta es sumamente importante para las políticas de envejecimiento saludable y su efectividad. Si lo que se observa en Europa en estos últimos 10 o 15 años persiste en los próximos 10 años, estaríamos en una situación muy delicada, porque se estaría aumentando el potencial de años de vida no saludable, lo cual genera demandas crecientes en los sistemas de pensiones y salud y un gran desgaste a nivel familiar. Si aumenta el número de personas que está viviendo en condiciones no saludables, los gastos en salud se incrementarán sólo para mantener la cobertura básica de la población envejecida, lo que restará recursos para mejorar la calidad de los servicios ofrecidos.
El impacto, a nivel agregado, de la reducción de la fecundidad y de la mortalidad en un envejecimiento de la estructura por edades de la población tiende a ser cada vez más generalizado. Los datos de las proyecciones de población de las Naciones Unidas sobre la población de 60 años y más muestran que en el momento actual estamos en los inicios de un proceso de crecimiento mucho más rápido; de hecho, uno de los procesos de crecimiento más rápidos que haya tenido la humanidad en términos del número de personas mayores (Organización de las Naciones Unidas, 2015).
El componente más importante en términos numéricos es Asia y, particularmente, China. Si se compara China con toda Europa, vemos que el número de personas mayores es similar alrededor del año 2010. Sin embargo, a partir de esta fecha, esta población crece fuertemente en China y no tanto en Europa, de modo que, para mediados de siglo, la población mayor en China será casi el doble de la de Europa. En los próximos 50 años se agregarán a China cerca de 350 millones de personas mayores de 60 años, mientras que en Europa se agregarán alrededor de 100 millones más. De ahí que en la revista The Lancet de 2016 se refieran a lo que llaman “la bomba del tiempo del envejecimiento en China” y sea citado como uno de los factores que podría inhibir el crecimiento económico de este país (The Lancet, 2016). De ahí el gran reto chino y de muchos países del mundo de cómo enfrentar este rápido incremento del número de personas mayores.
En los próximos 50 años se agregarán a China cerca de 350 millones de personas mayores de 60 años, mientras que en Europa se agregarán alrededor de 100 millones másPero no solamente es importante el número, sino la velocidad de crecimiento, y en este momento China, por ejemplo, tiene un crecimiento de la población adulta mayor del 4,5 %, lo que implica una duplicación de la población mayor en menos de 15 años. Es como ponerle en 15 años un segundo piso a una casa con un número de personas similar al que ya vivía en el primero, sin haber tenido tiempo para fortalecer los cimientos ni adecuar los servicios a la nueva demanda. Para los programas en favor de las personas mayores significa doblar la demanda sin haber tenido la oportunidad de cambiar la infraestructura de apoyo, ni las políticas de dichos programas.
En el caso de China solo se tendrán 15 años para hacerlo. En algunos países, este período será de 20 o 25 años, lo cual implica igualmente un reto importante. Es cierto que para mediados de siglo el crecimiento de la población de personas de 60 años y más va a ser más bajo, pero podemos ver que en África esa población incluso va a estar creciendo al 3,5 %, lo cual implica una duplicación en poco menos de 20 años.
No solo el número de personas mayores va a crecer rápidamente, también su peso relativo va a ser mayor, no solamente porque baje la mortalidad, sino porque también ha bajado la fecundidad, lo que cambia y disminuye el componente de la base de la pirámide de población. Estos porcentajes van a aumentar notablemente en el caso de Europa, de Asia y de América Latina. En Europa se supone que, para mediados de siglo, un 35 % —o sea, más de una de cada tres personas— tendrá más de 60 años.
Y, aunque no lo parezca, en África también tendrán su propio reto. Si bien es cierto que el aumento en África solo empieza a observarse en este siglo, la proporción de personas mayores de 60 años en el África subsahariana pasará del 5 % a cerca del 10 % del total de la población. Para mediados de este siglo, la población mayor de África será similar a la población mayor de Europa.
Otro indicador utilizado es el peso que tiene la población llamada “dependiente” (aquella menor de 15 años o mayor de 65) como un componente importante en la transición demográfica. Se considera que los países europeos y otros más desarrollados tienen una relación de dependencia muy fuerte y están en una situación de mucha presión demográfica, porque de forma creciente la población en edad de trabajar tiene que sostener a una población que no trabaja cada vez mayor. Los valores elevados de este indicador se utilizan para mostrar las dificultades de los sistemas de seguridad social y de salud para sostener un proceso de envejecimiento demográfico creciente. Cuando se muestra solo la parte de la población envejecida, el principal componente de la relación de dependencia en países desarrollados, se olvida que en países menos desarrollados la relación de dependencia es aún mayor.
Nigeria tiene una relación de dependencia de casi el doble que la que tienen Alemania o España. La diferencia está en que, en países menos desarrollados, los llamados “dependientes” son los niños y no las personas mayores. En España y Alemania esa dependencia viene dada por las personas mayores y en Nigeria, por las personas menores. De este modo, cuando pensamos que España o Alemania tienen que enfrentar una situación difícil por los altos niveles de dependencia demográfica, debemos pensar también que países de África están viviendo una situación aún mucho más delicada, con el agravante de que esos países no tienen la capacidad económica, ni de infraestructura, ni institucional para hacer frente a esa dependencia. Lo que sucede es que los requerimientos de políticas son distintos. Mientras en Alemania y España se trata de generar inversiones en salud y seguridad social para personas mayores, en los países menos desarrollados se trata de requerir crecientes inversiones en formación de capital humano para las generaciones más jóvenes.
Otro de los rasgos importantes del envejecimiento es el aumento del número de personas de mayor edad dentro de la población de 60 años y más, en particular de los centenarios. Naciones Unidas estima que existe cerca de medio millón de centenarios en el mundo actualmente, y esta cifra aumentará en las próximas décadas para alcanzar los algo más de dos millones en el año 2040. Dos tercios de estos están en Asia y en Europa. Inglaterra muestra, por ejemplo, un crecimiento exponencial del número de centenarios a partir de la década de los sesenta (Tatcher, 2010), un aumento que se da fundamentalmente entre mujeres. Esta tendencia crea dos dificultades para el estudio de centenarios: la primera es que son muy pocos, y la segunda es que, al ser la mayoría mujeres, hay muy pocos hombres para su estudio.
La seguridad económica se ha definido como la capacidad que tienen las personas mayores de disponer de forma independiente de una cantidad de recursos económicos regulares y suficientes para garantizar una calidad de vida mínima aceptable (Huenchuan y Guzmán, 2007). Si usamos ese indicador, tendríamos que preguntarnos de dónde vienen los recursos que reciben las personas mayores. Una de las fuentes principales en muchos países son los sistemas de pensiones, pero debemos preguntarnos qué pasa en el caso de América Latina, donde en la mayoría de los países una parte significativa de la población económicamente activa no está cotizando a un sistema de seguridad social (Rofman y Lucchetti, 2007). Solo en Uruguay, Chile y Costa Rica el porcentaje de población económicamente activa cubierta es mayor del 50 %. ¿Qué esperamos nosotros para el futuro?
En términos de la cobertura actual del sistema de pensiones para la población de personas mayores, los países con cobertura del 60 % o más son: Brasil, Uruguay, Chile, Bolivia, Argentina y Costa Rica. Algunos países como Bolivia, Chile y Costa Rica logran una mayor cobertura de pensiones a través del establecimiento de pensiones sociales o pensiones no contributivas. En el caso particular de Bolivia, se trata de una pensión anual como parte del programa Renta Dignidad establecido a fines de 2007 con el fin de evitar la pobreza extrema en uno de los momentos de mayor vulnerabilidad de la vida: la vejez. En el marco de este programa, los ciudadanos de más de 60 años reciben una renta universal de la vejez de carácter no contributivo (derecho ciudadano que no depende de los aportes que se hayan hecho). Se trata de una cantidad básica que reciben todos los mayores de 60 años, con un valor de unos 29 dólares estadounidenses mensuales y de 36 dólares estadounidenses para aquellos que no tienen otra cobertura de seguridad social.
Brasil es otro caso de pensiones no contributivas otorgadas a trabajadores rurales. Ha habido mucha discusión en Brasil respecto a la viabilidad económica del país para mantener este sistema. Una de las razones que se mencionan como justificación para mantener el sistema es el impacto positivo que ha tenido en comunidades rurales, incluyendo aquellas comunidades más alejadas como las comunidades indígenas, donde esa pensión mensual que reciben las personas constituye el principal ingreso de las familias.
Entonces, si no hay cobertura de una pensión, los recursos de las personas mayores tienen que venir de la propia persona o de sus familias. Esto explica en buena medida por qué en América Latina existe una proporción importante de personas mayores que siguen trabajando, sobre todo los hombres, pero también las mujeres. En algunos países, la proporción de personas mayores que trabajan está entre el 40 % y 50 %. Obviamente, a medida que aumenta la edad, esta participación disminuye, y en buena medida se trata de trabajo independiente, por cuenta propia, que no implica cotizar para la seguridad social. Cuando no hay pensión ni trabajo, las personas mayores solo cuentan con el apoyo familiar, pero este tema se tratará con más detalle más adelante.
La atención de salud es la segunda área importante. Se trata de garantizar el acceso a la salud de las personas mayores, en el marco de un paradigma centrado en mantener la independencia de las personas mayores, prevenir y aplazar la enfermedad y la discapacidad y, de ese modo, contribuir a una compresión de la morbilidad y la discapacidad.
Esta demanda creciente de atención de salud, como consecuencia del aumento del número de personas mayores, se produce en el marco de un proceso de transición epidemiológica, expresado por un aumento de la presencia de enfermedades no transmisibles y una alta prevalencia de la discapacidad. La disminución de la presencia de enfermedades contagiosas ocurre al tiempo que toman un peso creciente las enfermedades no transmisibles como la hipertensión y la diabetes. En muchos países menos desarrollados, la creciente presencia de enfermedades no transmisibles se da sin que se hayan erradicado las enfermedades contagiosas, lo que representa una doble carga importante para los sistemas de salud. Datos de la Organización Mundial de la Salud (2011) muestran que la discapacidad moderada y severa, debido a enfermedades no transmisibles, es mucho mayor en países en desarrollo.
Un elemento también importante en la salud es la demanda creciente de servicios y sus costos. Algunos países —por ejemplo, aquellos de América Latina— se han visto enfrentados a un fuerte crecimiento de la población mayor con un sistema de salud que no estaba preparado para atenderlos. Eso significa que se ha puesto una presión en los servicios que no se esperaba, con lo que se crea un desajuste que genera serias limitaciones para hacer frente a esa demanda.
Cuando comencé a trabajar en el tema del envejecimiento en Chile, cerca del año 2001, había en ese momento en el país de cinco a siete geriatras. A partir de ese momento comenzó un programa especial de becas para Geriatría y también se aumentó la formación en otras carreras, porque no solamente se trataba de formar a geriatras, sino también a enfermeras, psicólogas/os y a muchos profesionales del área de la salud que no contaban con los conocimientos ni la experiencia para dar el tratamiento específico requerido por las personas mayores. El crecimiento rápido de la población crea la necesidad de ajustar rápidamente la formación de recursos humanos a las necesidades que presenta dicho crecimiento.
Como parte de las estrategias de mejorar la salud en la vejez, la Organización Mundial de la Salud lanzó una estrategia en 2016 sobre “envejecimiento saludable” (Organización Mundial de la Salud, 2017), que tiene un conjunto de componentes importantes tales como: fomentar la autonomía y la participación de las personas mayores; aumentar el acceso a la atención clínica integrada de calidad y centrada en las personas; lograr que el personal de salud esté apropiadamente capacitado, desplegado y gestionado de acuerdo con las necesidades; capacitar al personal sanitario; y prestar apoyo a los cuidadores.
Lamentablemente, hasta ahora se trata más de un planteamiento general que de acciones concretas. Hacen falta mayores esfuerzos para determinar cuáles son los componentes efectivos para garantizar lo que llamamos “envejecimiento saludable”.
El entorno familiar y social es la tercera área importante. Las posibilidades del apoyo familiar dependen de muchos factores, pero hay uno que considero clave: la disponibilidad de una estructura familiar de apoyo. Sabemos que la transición demográfica cambia la estructura familiar, porque hay una disminución de la fecundidad y, por tanto, hay menos hijos que podrán hacerse cargo de esta población.
En la actualidad, por lo menos en el caso de América Latina y en muchos otros países, las personas mayores que están viviendo actualmente se benefician de la alta fecundidad pasada. Se observa en esta región que el número de hijos sobrevivientes de una mujer de 60 años habría alcanzado el máximo histórico alrededor del año 2000. Esas mujeres eran las abuelas que habían tenido sus hijos cuando la fecundidad había sido muy alta, en los años cincuenta y principios de los sesenta, de tal manera que la situación de dependencia o de apoyo familiar en América Latina puede aún considerarse favorable. Sin embargo, ese indicador va a disminuir con el tiempo y las próximas generaciones tendrán cada vez menos apoyo familiar. Pensemos en el caso de China, con la política del hijo único, o en los países de muy baja fecundidad, donde hay un nieto descendiente para cada cuatro personas mayores (sus cuatro abuelos), de manera que, en vez de cuatro que sostienen a uno, tenemos a uno que sostiene a cuatro. Eso cambia completamente la estructura de apoyo de la familia, por eso ha surgido mucho interés en cómo se organiza el cuidado de las personas mayores. Cómo esto se haga va a impactar en la calidad de vida de las personas mayores en el futuro.
Hay que decir también que fuera de las familias existe la ayuda de redes de apoyo comunitarias. Un reto importante es cómo se desarrollan, a nivel de la comunidad, estructuras de apoyo que vayan mucho más allá de la familia para garantizar una mayor actividad y movilidad a las personas mayores (Guzmán, Huenchuan y Montes de Oca Zavala, 2003).
Finalmente, otros componentes del entorno social son también importantes, como la condición de la vivienda y del entorno urbano, el transporte, la seguridad pública y los estigmas sociales. Hay países de América Latina donde hay riesgos de criminalidad muy elevados, especialmente en las ciudades. ¿Cómo fomentar un envejecimiento saludable cuando las personas mayores no pueden salir solas sin temor a ser asaltadas? El transporte, por ejemplo, lamentablemente no está adaptado en la mayoría de los países y ciudades a las necesidades de las personas mayores.
Considero que hay dos buenas noticias para los países en relación con la manera en que enfrentan los desafíos del envejecimiento. La primera es que, fruto de las inversiones sostenidas en el pasado en la educación, las nuevas generaciones de personas mayores estarán más educadas. Quiero hablar de Chile y España con la población de 65-69 años. De acuerdo con las proyecciones educativas por edades realizadas por el Wittgenstein Centre for Demography and Global Human Capital (2015), en la actualidad, en Chile un tercio de la población de esta edad tiene estudios de secundaria alta o postsecundaria. Para mediados de siglo, esta proporción aumentará a cerca del 70 %. España muestra una tendencia similar.
Claramente, la población objeto de las políticas de envejecimiento va a estar cada vez más educada, va a ser mucho más receptiva a los mensajes y va a ser mucho más participativa, porque es una población que tiene un nivel de educación más elevado, tiene además una percepción diferente de cómo atender su salud y de su alimentación y posee un mejor conocimiento sobre la etiología de las enfermedadesEsta tendencia es muy importante porque cuando comencé a trabajar en América Latina en el tema del envejecimiento, mucha gente se preguntaba cómo van los países a desarrollar políticas y acciones cuando la mayoría de las personas mayores tienen muy poca instrucción o son analfabetas. Claramente, la población objeto de las políticas de envejecimiento va a estar cada vez más educada, va a ser mucho más receptiva a los mensajes y va a ser mucho más participativa, porque es una población que tiene un nivel de educación más elevado, tiene además una percepción diferente de cómo atender su salud y de su alimentación y posee un mejor conocimiento sobre la etiología de las enfermedades.
La segunda noticia positiva es de un carácter más amplio y tiene que ver con el cambio a nivel global de cómo se enfrentan los retos del envejecimiento. Hubo un evento muy importante en España, la Asamblea Mundial sobre el Envejecimiento, que tuvo lugar en Madrid del 8 al 12 de abril del 2002. Este evento organizado por las Naciones Unidas, con un peso muy importante y una participación muy significativa del Gobierno de España, resultó en un plan de acción y una declaración política que presentan la visión más comprensiva y basada en derechos que existe sobre cómo abordar los retos del envejecimiento.
El Plan de Acción Internacional de Madrid sobre el Envejecimiento implicó la llegada a la escena global de un nuevo paradigma sobre el envejecimiento, con un fuerte peso de un enfoque de derechos y de igualdad de género, mucho más ajustado a la discusión actual en estos temas y en el que toma un lugar central la temática del respeto a la dignidad de las personas mayores en todas sus dimensiones, incluidas la salud, y la participación activa de las personas en la sociedad. Cubre tres áreas prioritarias: la persona de edad y el desarrollo, la promoción de la salud y el bienestar y el logro de entornos emancipadores y propicios.
El impacto del Plan de Acción Internacional de Madrid sobre el Envejecimiento ha sido enorme en el mundo (América Latina es un buen ejemplo en este sentido), tanto en términos de la introducción o reforzamiento de políticas y programas del desarrollo y de nuevos marcos institucionales como de la promoción para el desarrollo de nuevos marcos regionales y globales de derechos.
Veamos algunos ejemplos sobre cambios que ha habido en América Latina en materia de legislación y derechos. En 2004, la República Dominicana hizo su estatuto de reglamentación de una ley de protección a las personas mayores que llaman “Ley de los Envejecientes”, que ha permitido la creación del Consejo Nacional de Adultos Mayores, una entidad muy importante en el desarrollo de acciones a favor de las personas mayores. En Brasil se creó el Estatuto del Adulto Mayor y el Consejo de Derechos de las Personas Mayores en 2003. Ha habido también un fortalecimiento o reorganización de instituciones que ya existían en el caso de México y Argentina. En Chile, por ejemplo, se creó el Consejo Nacional del Adulto Mayor en el año 2003. En términos de seguridad social, el sistema de pensiones no contributivas en Brasil y Bolivia se puso en marcha a partir de la Asamblea de Madrid o en fechas muy concomitantes. En el área de salud ha habido cambios importantes, por ejemplo, en el caso de Costa Rica, que ya ha llegado a desarrollar lo que denomina “política integral del adulto mayor”, elaborada sobre la base del Plan de Acción de Madrid. Ha habido también un incremento importante en la inclusión, en las políticas y programas, del tema de la participación de las personas mayores. Por ejemplo, en Argentina se crearon consejos provinciales de adultos mayores a partir del 2002 y en Chile, clubes comunales de adultos mayores.
Estos son solo algunos ejemplos de cambios institucionales que ocurrieron en América Latina. Pero hay un cambio global muy importante impulsado por la Asamblea de Madrid, que es el avance en términos de los marcos de derechos. Para América Latina, 2015 representa un momento trascendental, porque fue el año en que se aprobó la Convención Interamericana sobre la Protección de los Derechos Humanos de las Personas Mayores, que es el único instrumento vinculante aprobado y que tiene cobertura de una región completa. Hasta ahora, solo cuatro países lo han ratificado, pero se espera que otros países sigan ratificando este instrumento. En África, el Protocolo de la Carta Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos sobre los Derechos de las Personas Mayores fue adoptado en enero de 2016.
En Europa, el Comité de Ministros del Consejo de Europa adoptó una recomendación en 2014 que invita a los Estados miembros a promocionar los derechos humanos de las personas mayores. No tiene el mismo carácter vinculante que la Convención Interamericana de los Derechos Humanos de las Personas Mayores, pero crea un marco de derechos importante para Europa.
En los últimos años ha habido, a nivel mundial y liderado por las Naciones Unidas, un gran avance en un proceso que podría llevar a una convención mundial de protección de derechos de las personas mayores. En este contexto, la Asamblea General de las Naciones Unidas firmó en 2010 la Resolución 65/182 de 21 de diciembre de 2010, que establece en su artículo 28 la creación, dentro de las Naciones Unidas, de un grupo de trabajo de composición abierta1.
Este grupo de trabajo comenzó a reunirse en Nueva York según lo solicitado en la resolución, y gracias a una nueva resolución adoptada por la Asamblea General el 20 de diciembre de 2012 (Resolución 67/139) ha podido abrir el debate sobre cómo avanzar hacia el desarrollo de un marco legal internacional. No menciona específicamente una convención, pero establece claramente que está abierto a propuestas sobre un nuevo instrumento legal. Se trata de un proceso más lento que el de la convención interamericana, pero ha avanzado, a pesar de los obstáculos que ha habido en aceptar considerar a las personas mayores como sujetos específicos de derechos particulares.
En términos de la investigación, sin pretender ser exhaustivos, se sugieren a continuación algunas áreas importantes. En primer lugar, debemos seguir avanzando en los estudios de demografía de la vejez, que incluye la cuantificación de esta población y su dinámica demográfica. Aunque pueda parecer muy básico, en realidad no sabemos con precisión cuántas personas mayores hay. Las cifras que manejamos y que se usan para las proyecciones de población están basadas en censos de población que incluyen correcciones realizadas por los demógrafos para ajustar la edad cuando esta es desconocida o claramente sesgada. Pero sabemos que los censos sobreestiman el número de personas mayores, que las personas tienden a aumentar la edad, y también sabemos que en algunos casos las personas mayores no son consideradas porque no están censadas.
Cuando queremos cuantificar las personas de edades más avanzadas (por ejemplo, si queremos calcular el número de personas de más de 90 años o de centenarios), estimar correctamente esta población se hace más difícil. Por eso, en los estudios de centenarios y de supercentenarios se usan metodologías muy estrictas respecto a cómo validar la edad de las personas y solamente se utilizan aquellos casos que son validados. Por ello, tanto en términos de mortalidad adulta como del número de personas mayores, todavía nos falta mucho por hacer para estimar mejor esta población sobre la base de mejorar la compilación de información sobre la edad correcta de las personas.
También es importante estudiar mejor la dinámica demográfica del envejecimiento, que incluye no solo proyectar mejor los números de personas mayores, sino también su composición familiar. Como parte de la dinámica demográfica, la migración, especialmente la de las zonas rurales o pueblos a las ciudades, tiene también un impacto significativo que es preciso entender. No solamente en España existen pueblos fantasmas con solo algunas personas mayores; también en Bolivia, donde la emigración causada por la desaparición de la minería en el altiplano hizo que migrara a La Paz una gran cantidad de personas. Las personas mayores se quedaron en los campos y la relación de dependencia a nivel rural se elevó de manera impresionante. La migración impacta en la forma en que puede estructurarse la demanda de servicios dedicados a las personas mayores.
Otra línea de investigación futura se relaciona con el impacto del contexto ambiental en las personas mayores. Con el cambio climático, hay un efecto significativo no solamente por el incremento en la intensidad de los desastres naturales, especialmente aquellos de rápida aparición como ciclones y lluvias torrenciales, sino también con las ondas de calor, que tienen un impacto especialmente particular en las personas mayores que viven en las ciudades.
En el área de la salud, hay una clara necesidad de avanzar en medir mejor y de forma continua los años de vida saludable. En Europa existe un avance importante y hay acuerdo sobre los indicadores que se deben usar y el tipo de datos que recolectar. ¿Pero qué vamos a hacer para medir los años de vida saludable en países en desarrollo? Estamos aún lejos de contar con datos y que estos sean comparables en el tiempo. También creo que hace falta hacer más concreción en lo que llamamos “envejecimiento saludable”: qué significa exactamente, cómo manejar el cuidado en la vejez y cuáles son las mejores opciones para garantizar un buen estado de salud en diferentes contextos. Finalmente, en esta misma área, creo que se trata de avanzar más en el uso de biomarcadores como predictores de la salud. En estudios que se han hecho, por ejemplo, en Costa Rica, los indicadores de salud percibida han sido mejores predictores de la salud futura que cualquier biomarcador que haya sido utilizado (Rosero-Bixby y Dow, 2012). Ya empiezan a desarrollarse algunos biomarcadores que tendrán carácter predictivo, pero estamos aún en el comienzo de este proceso y lejos de su utilización en toda la población.
En términos de políticas y programas, existen varios desafíos importantes. Respecto al tema de los derechos, en América Latina ya existe la Convención Interamericana, pero la aplicación concreta de la misma solo se dará cuando los países la ratifiquen y se desarrollen instrumentos específicos para su puesta en marcha. Un área clave es la relacionada con la prevención del maltrato y la discriminación.
Respecto a la seguridad económica, la pregunta es hasta dónde son factibles las pensiones no contributivas y cuán sostenibles son. Hay diferentes enfoques en los países respecto a cómo asegurar la seguridad económica para las personas mayores y mejorar las condiciones de trabajo en la vejez. En muchos países hay programas específicos para fomentar la participación de las personas mayores en el empleo. En México, el Instituto Nacional de las Personas Adultas Mayores (INAPAM) invita a empresarios a presentar opciones laborales para emplear a personas mayores.
En el área de salud, creo que un tema central pendiente es el desarrollo de políticas que aseguren la atención focalizada y especializada en adultos mayores, lo que implica una mayor inversión en la formación de recursos humanos. Otra área clave es la del cuidado a largo plazo, tanto en términos de recursos humanos como de financiamiento y de opciones, especialmente a nivel comunitario.
En términos de participación, también el apoyo a organizaciones comunitarias es algo que todavía está comenzando y, por supuesto, también se requiere de esfuerzos importantes para asegurar y fomentar la movilidad, el transporte y la seguridad. Esto incluye incorporar las necesidades de las personas mayores en los planes de reducción del impacto de desastres naturales.
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Hay muy pocos datos de prevalencia de la discapacidad (proporción de afectados) medida en poblaciones adultas con instrumentos validados diseñados para estudios epidemiológicos como, por ejemplo, la escala WHODAS 2.0 (36 ítems). Las imágenes de la Figura 1 (Almazán et al., 2014) muestran cómo en la comarca de las Cinco Villas (en la provincia de Zaragoza) la prevalencia de la discapacidad grave o extrema aumenta con la edad, y por encima de los 80 años es tres veces mayor en las mujeres que en los hombres.
En lo referente a la discapacidad moderada, también —en general— las mujeres están peor que los hombres, sobre todo a nivel global, así como en la actividad de la vida diaria y participación en la sociedadEsta diferencia se percibe mejor en las dificultades para llevar a cabo actividades de la vida diaria (domésticas, fundamentalmente) y en la movilidad. En lo referente a la discapacidad moderada, también —en general— las mujeres están peor que los hombres, sobre todo a nivel global, así como en la actividad de la vida diaria y participación en la sociedad. Para la discapacidad grave el incremento más visible sucede a partir de los 80 años, pero para la moderada los cambios por edades son más precoces y más suaves. Podría sugerirse que, considerando la discapacidad grave, la senescencia es más frecuente por encima de los 80 años, sobre todo en mujeres. Habría que aclarar que la medida de la discapacidad en varones, tradicionalmente incapaces de manejar la casa, exime a estos de su clasificación como discapacitados cuando lo son por su rol social.
Las medidas con WHODAS 2.0 se refieren a actividad y participación social. Sin embargo, el abordaje de la senectud a partir de la visión de la Organización Mundial de la Salud (OMS) permite otras perspectivas al seleccionar temas presentes en la lista de los 1454 códigos considerados en la CIF, publicada a partir del 2002 (Organización Mundial de la Salud, 2001) donde se distinguen: a) las enfermedades y lesiones, también denominadas “condiciones de salud”, b) los cambios en estructuras y funciones corporales, c) las actividades, esto es, tareas que todas las personas deben poder realizar sin dificultad, como puede ser desplazarse o cuidar de sí mismo, y d) las de participación social, que ya son mucho más específicas del carácter profesional o ciudadano de los individuos.
A partir del esquema reproducido en la Figura 2 (Rodríguez-Blázquez et al., 2016) se perciben cuáles son las relaciones de las enfermedades con las pérdidas de función, así como con la actividad y participación. Esa triangulación permite ver el comportamiento del envejecimiento en este terreno.
En la Figura 3 se reproduce una tabla de ese artículo, donde se observa que las enfermedades que más impactan en las medidas de WHODAS 2.0 (demencia, enfermedad cerebrovascular y enfermedad mental grave) lo hacen a través de su mayor efecto en la pérdida de función mental (demencia y enfermedad mental grave, así como síntomas depresivos) y en funciones neuromusculoesqueléticas (enfermedades neurodegenerativas y cerebrovasculares), que son justamente las más afectadas de entre las funciones corporales (Figura 4).
Recordando el patrón de discapacidad grave en la senectud citado anteriormente y considerando en la Figura 3 el hecho de que existe la posibilidad de prevenir la discapacidad en mayores de 80 años mediante la reducción de la incidencia de ictus y el diagnóstico y tratamiento de la depresión, parece razonable asumir que la discapacidad como elemento de la senectud podría reducirse o retrasarse, al menos, mediante la prevención de las enfermedades vasculares o el tratamiento de depresiones.
La visión a partir de la CIF es también interpretable a partir del conocimiento que se tiene de las tendencias temporales (descenso de la mortalidad cerebrovascular y, más recientemente, de la incidencia de demencia) (Ahmadi-Abhari et al., 2017), que en parte coincide con patrones descritos por demógrafos (Robine y Michel, 2004), que distinguen cuatro elementos: 1) el aumento de la supervivencia; 2) el enlentecimiento del curso de las enfermedades crónicas progresivas (sin descartar que se deba, en parte, a la prevención secundaria, por ejemplo, del ictus o de las enfermedades cardíacas); 3) el mejor estado de salud de las nuevas cohortes de nacimiento que entran ahora en edades avanzadas; y, finalmente, 4) la emergencia de los longevos o, mejor dicho, longevas, porque los varones son una pequeña minoría en el grupo de los centenarios.
En resumen, los estudios de discapacidad en poblaciones y otras disciplinas señalan que habría razones para dar una respuesta positiva a la pregunta de si se puede retrasar la senectud tanto mediante la prevención como mediante la mejora del diagnóstico y tratamiento.
Table 3 Association between diseases and mental, neuromusculoskeletal and sensory ICF Checklist body functions, and disability level as measured by the WHODAS-36 scale
*ORs obtained from an original logistics model with body function scores as the dependent variable. Adjusted models ncluded age, sex, years of education, sampling area (Cinco Villas, Zaragoza) and residantial status (own hoe/institution).
†ORs obtained from an ordinal logistic model vat categorised WHODAS36 scores (value 1-4) as the dependent variable. Adjusted models included age and sex.
COPD, chronic obstructive pulmonary disease: ICF, International Clasification of Functioning, Disabaty and Heath, WHOOAS-36. WHO Disability Assessment Schedule 2.0, 36-item.
Table 2. Distribution of the ICF Checklist body function and WHODAS-36 scores in the study sample, overall and by sex, and association between the ICF Checklist body function domains and disability measured by the WHODAS-36 scale
*ORs obtained from an original logistics model with body function scores as the dependent variable. Adjusted models ncluded age, sex, years of education, sampling area (Cinco Villas, Zaragoza) and residantial status (own hoe/institution).
†ORs obtained from an ordinal logistic model vat categorised WHODAS36 scores (value 1-4) as the dependent variable. Adjusted models included age and sex.
COPD, chronic obstructive pulmonary disease: ICF, International Clasification of Functioning, Disabaty and Heath, WHOOAS-36. WHO Disability Assessment Schedule 2.0, 36-item.
En relación con la identificación de los momentos de ruptura en el curso vital hacia la senescencia, existen algunos ejemplos que pueden ilustrar la variación de ciertas funciones a lo largo del curso vital. Por ejemplo, existe un estudio en el que, midiendo parámetros cognitivos y la velocidad de la marcha, se sigue a un grupo de personas que posteriormente desarrollaron un síndrome, el denominado “deterioro cognitivo leve” (DCL), que predice la demencia (Buracchio, Dodge, Howieson, Wasserman y Kaye, 2010). En él se percibe que el descenso en la velocidad de la marcha —que se veía ya en las primeras fases de la observación— se acelera en el período de los diez años que preceden a la aparición de los síntomas clínicos, a una edad media de comienzo de este tipo de trastorno de casi 90 años. Esto podría sugerir que el descenso en las funciones mentales y musculoesqueléticas (en terminología CIF) antes del comienzo del deterioro cognitivo es simultáneo y acontece a cualquier edad de las consideradas bien avanzadas. En otro estudio, comparando la velocidad de la marcha en distintos grupos clínicos con demencia en diversos grados, DCL y controles, se sugiere poderosamente que la pérdida de velocidad de la marcha (RSGE-CD score) y de cognición van en paralelo (Martínez-Martín, Osa-Ruiz, Gómez-Conesa y Olazarán, 2012).
Estos ejemplos sugieren que, para quienes acaban con un diagnóstico de deterioro cognitivo / demencia en edades avanzadas (más de una cuarta parte de los que alcanzan los 55 años en poblaciones del estudio de Róterdam), los patrones preclínicos y clínicos del descenso funcional son los mismos y podrían reflejar el mismo proceso acelerado de pérdida cognitiva y, en menor grado, motora. Si algo similar acontece en quienes no van a ser en algún momento clasificados (en este caso) como pacientes con demencia o DCL, y si la evolución en paralelo es multifuncional, sería razonable pensar que los momentos de ruptura constituirán descensos o quiebros simultáneos de varias funciones en el curso vital relacionadas con la patología subclínica cognitiva.
Presumiendo que los descensos de funciones relacionados con la edad no fueran a ser iguales en todos los individuos, siendo en algunos de ellos una función de una patología de aparición clínica posterior, una parte de esa variación podría tener un carácter puramente senescente fisiológico y la otra sería de naturaleza prodrómica, por lo que a menudo sería imposible identificar esta naturaleza si acontecen precozmente y son frecuentes en la población. Quizá los ejemplos más demostrativos de este último caso son los relacionados con síntomas no motores en enfermedades como la de Parkinson (EP), la esclerosis lateral amiotrófica (ELA) y otras patologías que se habían considerado constituyentes de variantes de la normalidad en edades previas al comienzo de los síntomas motores. Ese fenómeno, de ruptura sin duda, se daría a veces en fases tempranas de la vida adulta. Por ejemplo, en el caso del estreñimiento (atribuido a una lesión del sistema nervioso vegetativo por depósito de alfa-sinucleína en el plexo intestinal, propio a nivel cerebral de la enfermedad de Parkinson), acontece ya al comienzo de la vida adulta y podría ser considerado como parte del envejecimiento relacionado con funciones del aparato (sistema, en terminología CIF) digestivo (Braak, De Vos, Bohl y Del Tredici, 2006). Para ilustrar el descenso considerado fisiológico, esta vez cognitivo, son relevantes algunos hechos, como que la proporción de personas con deterioro cognitivo “dudoso”, leve o moderado entre los mayores de 55 años sea una mayoría (66 %, 18 % y 1 % respectivamente) y que la incidencia de la demencia en el siguiente período de estudio sea también creciente en comparación con el estrato normal en los resultados del test cognitivo (hazard ratios 2.72, 4.78 y 8.38 respectivamente) (Santabárbara et al., 2016).
Estos datos, junto con el hecho de que en enfermedades motoras de edad avanzada como la EP y la ELA exista una gran proporción prevalente de afectados con deterioro cognitivo (con o sin demencia) y de que sean enfermedades próximas en clínica, patología y bioquímica a demencias como la de cuerpos de Lewy y la frontotemporal, respectivamente, sugieren una continuidad de la caída en funciones mentales, motoras y del sistema autónomo en fases previas a la de los diagnósticos de enfermedades conformacionales, es decir, por depósito de agregados proteicos, fenómeno que ha sido denominado “convergencia de los fenotipos” en la progresión de los síntomas (Warren et al., 2013). Ello dificulta la diferenciación entre entidades en sus fases finales y entre el envejecimiento fisiológico y patológico al final de la vida, al menos para la mayoría de la población adulta, y apoya la idea de que la senescencia cognitiva acontece progresivamente y ligada a procesos que, frecuentemente, acaban diagnosticándose como demencias o demencias asociadas (a la EP o a la ELA, por ejemplo). La convergencia de los fenotipos y su ausencia en una parte de la población como los centenarios, hipotéticamente libre de esas enfermedades, plantearía la posible existencia de una ruptura a edades muy avanzadas, en sentido contrario, que caracterizaría al centenario (edad a la que habría llegado precisamente por estar protegido de las más letales: las vasculares y otras como las neoplasias) sano. Probablemente, el descenso de funciones del sistema nervioso con la edad está relacionado, en la mayor parte de los individuos, con futuros diagnósticos o, si cognitivamente intactos, lesiones post mortem características.
El comienzo del declive en la edad adulta temprana quizá deba ser matizado (individualizado) a partir de la teoría de las trayectorias funcionales en el curso vital, que plantea que existen desigualdades entre individuos que se adquieren temprano y se mantienen a lo largo de la vida: en relación con la demencia, se ha expresado como la variación individual del efecto protector de la denominada “reserva cognitiva”. De acuerdo con D. Kuh (Kuh, Karunananthan, Bergman y Cooper, 2014) en la figura 5, se establecerían estas diferencias en las dos primeras décadas, durante el desarrollo (relacionadas con ciertos factores de riesgo en las primeras fases de la vida), y se mantendrían a lo largo de la vida, aunque descendiendo con la edad (relacionadas entonces con factores de riesgo en la edad avanzada). La existencia de fenómenos umbrales marcaría la diferencia de edad entre grupos en la aparición de fenómenos de envejecimiento y su relación con las condiciones de vida en la infancia. Según esta propuesta, el efecto edad en funciones percibidas como envejecimiento determina un perfil de la curva en V invertida, asimétrica. La ruptura al comienzo de la vida adulta podría diferenciarse de forma personal. El nivel alcanzado podría variar, pero se mantendría la diferencia interpersonal según la pertenencia biográfica a distintas cohortes definidas como grupos o clases sociales en la juventud. La posible percepción de esas diferencias como funciones corporales, discapacidad o supervivencia y sus cambios temporales plantean un reto excepcional.
El aumento en la esperanza de vida sin discapacidad a edades avanzadas así como la reducción de los años esperados de vida con discapacidad en España son bien conocidos (Sagardui-Villamor, Guallar-Castillón, García-Ferruelo, Banegas y Rodríguez-Artalejo, 2005) y coinciden con el descenso de la probabilidad de dependencia a la misma edad o con el retraso de la misma en cohortes de nacimiento sucesivas, según se constata en el estudio de Leganés en estratos de diferente nivel educativo (Otero, Zunzunegui, Rodríguez, Lázaro y Aguilar, 2004). Las diferencias relacionadas con la clase social de la familia, educación, etc., antes citadas y percibidas en diseños sobre prevalencia, serían susceptibles de explicación por un aumento desigual de la supervivencia de personas con discapacidad: mayor en las de mayor clase social o mejor educación, de acuerdo con lo mostrado en Leganés para dependencia por niveles de escolarización. La posible reducción de la incidencia de enfermedades discapacitantes antes citadas (ictus, demencias, etc.) podría formar parte de este fenómeno.
El descenso en la discapacidad prevalente visto en estudios longitudinales en la población china se confirmaba recientemente, coincidiendo con el estudio español citado en el que el descenso de la mortalidad no implica un aumento de la discapacidad prevalente (al revés que el del aumento de la prevalencia de la parálisis cerebral entre los nacidos prematuros). Este descenso seguramente se explica por el descenso de la incidencia de la discapacidad (nunca medido, pero sospechado) y por el descenso de la incidencia de patologías discapacitantes (demencias, enfermedades cerebrovasculares) antes citado. Este habría operado en la rama descendente del gráfico de Kuh (Kuh et al., 2014). Los factores que ellos denominan “de riesgo” en edad avanzada podrían ser los de la vida temprana, si el período de inducción o latencia fuera de seis o más décadas, lo que parece plausible (De Pedro-Cuesta et al., 2016).
Para resumir, podría decirse que la variación interindividual de la senescencia consistiría en un décalage o retraso del efecto de exposiciones simultáneas en las primeras fases de la vida y que ese fenómeno percibido a edades avanzadas está cambiando desde hace algunas décadas en la sociedad posindustrial, probablemente por la mejora en las condiciones de vida infanto-juvenil relacionadas con el urbanismo, que precedieron los cambios relacionados con la generalización de los servicios asistenciales modernos y las vacunas.
Los estudios post mortem de la prevalencia de depósitos amiloides, es decir, de proteínas mal plegadas (por ejemplo, beta-amiloide, alfa-sinucleína y tau), y de patología microvascular, como el estudio del grupo de Braak (Braak et al., 2011) o el denominado Nun Study (estudio de una comunidad de religiosas), muestran una gran variación interindividual de la magnitud del depósito (a igual edad, oscilando según el eje de las Y, en vertical) y de la presencia según la edad al fallecimiento para el mismo depósito (líneas horizontales que representan puntos para individuos de diferente edad). Sugieren también que, por encima de un cierto nivel, podrían aparecer fenómenos que caracterizarían el envejecimiento precoz del sistema nervioso.
Revisando el patrón por edad de los depósitos de tau característico de la enfermedad de Alzheimer (EA) y visible en otras demencias, se podría destacar que: a) antes de los 20 años ya se ven depósitos de proteínas normalmente plegadas patológicas en estos grupos, y b) sigue existiendo una variación interindividual (vertical) considerable a edades de fallecimiento próximas a los 100 años.
La visión de la patología y bioquímica en muestras post mortem no seleccionadas apoya, en general, la idea de un aumento de la prevalencia de lesiones lineal con la edad, a partir de edades diferentes sin que aparezcan cambios bruscos a edades muy avanzadas. La precocidad y el aumento regular de la presencia de proteína anormal en el encéfalo podría constituir el sustrato de la primera ruptura y la reducción funcional tanto cognitiva como motora ligada a la edad. Los cambios conductuales relacionados con la edad o la patología serían más difíciles de asociar a la noción de envejecimiento. La discapacidad estaría más bien relacionada con la presencia de condiciones de salud (en términos CIF) alteradas (diagnósticos). El orden en que aparecen los cambios relacionados con el envejecimiento sería: 1.º) descenso de función, 2.º) cambio en patrones de conducta, 3.º) clínica y diagnóstico, y 4.º) discapacidad. Seguimientos tan prolongados son inhabituales.
El estudio Whitehall de cohortes en Gran Bretaña muestra que el descenso en la actividad física total, comparado con el de controles, empieza aproximadamente doce años antes del diagnóstico de la demencia. Ello sugiere que seguramente es más un fenómeno acompañante de los cambios cognitivos o síntomas prodrómicos de la demencia que un elemento que pueda considerarse un protector de la demencia (Sabia et al., 2017). Una parte de los denominados “hábitos de vida saludable” de los mayores son, probablemente, hábitos de vida de los mayores más sanos —¿los posteriormente nonagenarios y centenarios?—. Esta interpretación no excluye la posibilidad de la existencia de efectos beneficiosos (tanto motores como cognitivos) de los programas de incremento de la actividad física o la estimulación cognitiva en mayores, que se abordan a continuación por su posible impacto en este descenso.
El cambio de conducta en mayores, indicado para una posible prevención de patologías ligadas al envejecimiento, constituye una práctica frecuentemente recomendada en la práctica clínica. Sin embargo, la evaluación de la eficacia de sus diversas modalidades es insuficiente. El abordaje más convincente de la evaluación de estrategias de intervención para la prevención en edad avanzada es el relacionado con patrones de conducta de carácter multimodal (múltiples componentes) bajo condiciones experimentales, con asignación aleatoria de esos factores. A menudo, la composición de la intervención varía en la intensidad de los componentes y también de los endpoints. Cuando el objeto de la prevención es la demencia, viene citándose todavía un escaso número de estudios aleatorizados y controlados de intervención multimodal, incluyendo el ejercicio físico, dieta, control de comorbilidades y estimulación cognitiva, con variaciones de componentes entre los mismos (Richard et al., 2009; Ngandu, Lehtisalo y Solomon, 2015; Andrieu, Guyonnet y Coley, 2017; Soininen et al., 2017). Estos estudios muestran cambios neuropsicológicos modestos en algunas funciones (en parte explicables por el entrenamiento), sin modificaciones en las cifras de incidencia de la demencia y, por otra parte, tras períodos de observación demasiado cortos.
Para el objetivo de esta subsección (ilustrar el impacto sobre el descenso de funciones con la edad avanzada —prevención por retraso sobre lo observado en un grupo sin intervención—), y aunque sea multimodal y fundamentalmente interventor en la actividad física, es muy oportuno el estudio aleatorizado de Gudlaugsson en Reikiavik (Gudlaugsson, et al., 2012), predominantemente orientado hacia la evaluación de la intervención sobre la actividad física como hábito de vida saludable. La intervención de seis meses con un componente de resistencia y entrenamiento de fuerza muscular —sobre todo pélvica y de miembros inferiores— se mostró eficaz, ya que retrasó la caída “fisiológica” con la edad, al menos en los dos o tres años que duró el seguimiento con medidas de velocidad de la marcha, fuerza manual y otros grupos musculares, parámetros bioquímicos sanguíneos, tensión arterial, etc. Esta intervención experimental está siendo rediseñada hacia una intervención en salud pública para personas de ambos sexos mayores de 65 años que vivan en sus domicilios, que sean independientes (aunque se admite una discapacidad moderada o menor) y con capacidad para trasladarse desde su domicilio al sitio de entrenamiento.
El programa es similar al descrito en el estudio publicado (resistencia cuatro días a la semana y fuerza muscular dos veces a la semana), pero sin crossover, con una duración de seis meses, prolongada en el seguimiento hasta dos o tres años con recogida de datos cada seis meses. Dado que en Islandia la mitad de los participantes abandonan el entrenamiento de fuerza en una alta proporción, pero solo un 15 % el de resistencia (un tipo de andadas colectivas), un objetivo importante es conocer la capacidad de integrar en sus hábitos el programa de entrenamiento. Una de las condiciones para ello es la de mantener el gimnasio accesible y facilitar un contacto con un educador sanitario o entrenador. El diseño de la intervención de comienzo —progresivamente exigente— y la organización de los ejercicios de fuerza muscular en el gimnasio —como grupo e individualmente— seguirían patrones locales en función del tamaño de los grupos y de las características personales, aunque contendría esencialmente doce ejercicios de los grupos musculares más importantes. Los ejercicios de miembros o regiones inferiores incluyen elevaciones de muslo, prensa de piernas, extensiones de piernas y elevación de gemelos, y los ejercicios de partes superiores incluyen prensa de banca, cruce para trabajo de pectorales, prensa de hombros, dominadas hacia abajo, ejercicios para bíceps, extensión de tríceps y ejercicios de abdominales y musculatura dorsal. Su traslación como buena práctica a poblaciones lituanas y españolas seleccionadas (municipio de Utebo, Zaragoza) está en desarrollo en la Acción Conjunta Europea CHRODIS PLUS, coordinada desde España.
Sirva este ejemplo para matizar la respuesta a la pregunta de si se puede retrasar la senectud: poder retrasar depende de algo más que de que existan experimentos que demuestren que se puede retrasar. En términos generales, el diseño y la ejecución de recomendaciones de salud pública o medicina preventiva han de basarse en evidencias científicas sobre las causas y en la naturaleza y fuerza de las intervenciones. Para ello existen guías de procedimientos (SIGN, GRADE) que han de ser adaptadas a los objetivos concretos (Guyatt et al., 2008). Esta discusión sobrepasa los límites de este texto, pero sugiere que la respuesta a la pregunta sobre el retraso del envejecimiento, en términos de descenso de la función motora y marcha, es sí, de al menos dos o tres años.
En la Figura 7 se muestran las curvas de incidencia de diversas enfermedades neurológicas relacionadas con distintos tipos de depósito amiloide, representadas de forma igualitaria (incidencias por edad normalizadas respecto a la más alta en cada enfermedad). Desde las enfermedades de comienzo en edad temprana letales y de evolución rápida hasta la enfermedad de Parkinson, se sugiere que el perfil corresponde a una V invertida. Otras, de comienzo a edad más alta, como la demencia por cuerpos de Levy, la EA y la atrofia macular de retina asociada a la edad, presentan un perfil diferente (crecen con la edad).
Si duplicamos artificialmente las curvas de incidencia a partir de la edad en que alcanza el máximo valor (85-89 años) replicando la simetría que se sugiere en las de comienzo precoz, parece que algunos grupos de la población envejecida deberían alcanzar los 125 años para poder observar hipotéticos descensos en esas incidencias. Son estos estratos constituidos por centenarios (probablemente libres de ELA, demencia frontotemporal y EP) hacia los que deberían dirigirse las observaciones para poder estudiar cómo se comportan las enfermedades crónicas surgidas a esas edades. Parece evidente que puede haber enfermedades todavía infrecuentes entre los ancianos, por ejemplo la demencia por cuerpos argirófilos, pero no se descarta que por encima de los 90 años pudieran mostrar incidencias crecientes sustituyendo el predominio de la enfermedad de Alzheimer en demencias de los nonagenarios o centenarios, en caso de su prevención o simplemente debido a un descenso de la incidencia de la EA a edades avanzadas propio del todavía mal conocido perfil de la curva.
Que los centenarios se comporten así, exhibiendo demencias de nuevo cuño, o que, por el contrario, inesperadamente para su edad preserven funciones cognitivas mejor que los más jóvenes apuntaría a que existe una barrera en el envejecimiento que algunos llegan a superar, quizá porque algunas patologías (puede que las vasculares) más letales y más discapacitantes comparten edad pico de mortalidad e incidencia respectivamente. Esa ruptura, tardía y en sentido contrario (protector) en edades muy avanzadas, sería todavía difícil de percibir. El hecho de que la razón de prevalencias de entidades del espectro Alzheimer biológicamente versus clínicamente definidas sea alta (3/1 a los 85 años y, en total, un 43 % en mujeres y un 40 % en varones) sugiere que podría haber un espacio para la prevención (Jack et al., 2019).
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Autores de correspondencia.
El aumento de la longevidad se ha desencadenado por una serie de transformaciones demográficas, económicas, sociales y científicas que han recibido el nombre de “transición sanitaria de la población” (Lerner, 1973; Frenk, Bobadilla, Stern, Freijka y Lozano, 1991), en la cual se inscribe otra transición de carácter epidemiológico (Omran, 1971, 1998). Ambas teorías sirven como marco desde donde explicar los cambios en la estructura de la mortalidad. En España, actualmente nos encontramos en la última etapa de la transición epidemiológica, también denominada como transición de “las enfermedades crónicas y degenerativas tardías” y de “las enfermedades de sociedad”. A estas teorías se han añadido posteriormente otras denominaciones y clasificaciones de las etapas y subetapas de la transición epidemiológica (Olshansky y Ault, 1986; Olshansky Carnes y Grahn, 1998; Rogers y Hackenberg, 1987; Horiuchi, 1999; Robine, 2001; Vallin y Meslé, 2004), en las que la constante prolongación de la vida pone el foco de atención cada vez más en la población mayor.
Por lo tanto, podemos decir que la población española muere a edades cada vez más tardías, logro que beneficiará cada vez a una mayor proporción de supervivientesLa Figura 1 representa la curva de supervivientes de la tabla de mortalidad española desde 1930 hasta 2012. Se observa como, partiendo del mismo número de efectivos teóricos (cohorte ficticia de 100 000 habitantes) en los primeros dos años (1930 y 1950) de los cinco analizados en la representación gráfica, la pérdida de efectivos por muertes ocurre a edades más tempranas que en los últimos años analizados. Con el paso del tiempo, la pérdida gradual de supervivientes y el proceso por el que se produce la extinción de la cohorte ficticia de partida se ralentiza y cada vez son más los individuos que alcanzan edades longevas, lo que poco a poco va dibujando, como se puede ver en la figura, una rectangularización (Gómez Redondo, 2015) de la curva de los supervivientes, con una recta en la que se mantienen relativamente estables los efectivos iniciales hasta casi los 80 años. Por lo tanto, podemos decir que la población española muere a edades cada vez más tardías, logro que beneficiará cada vez a una mayor proporción de supervivientes. En suma, a través del proceso descrito, se evidencia claramente un aumento de la longevidad española sin precedentes históricos que llega hasta la actualidad.
En esta misma figura también se puede observar una supervivencia diferencial por sexo-género a través de las curvas que corresponden a la población femenina, que está en la vanguardia de la tendencia, a la que más tarde se aproximará la población masculina. Se acumula la mortalidad a edades muy avanzadas, en torno a la edad modal de la muerte (Fries, 1980; Kannisto, 2000, 2001; Canudas-Romo, 2008), pero además es evidente el desplazamiento de los fallecimientos cada vez a edades más longevas.
En la Tabla 1 se observan ambos procesos a través del aumento de la edad modal de la muerte en las últimas décadas, así como la reducción del rango intercuartílico de las edades en que se producen las defunciones en los últimos 40 años. Los indicadores femeninos muestran su situación avanzada desde los años setenta.
En suma, observamos en la tabla un proceso de compresión y desplazamiento de los fallecimientos a edades cada vez más tardías durante los últimos 40 años. Los indicadores presentados también ponen en evidencia los gaps entre los hombres y las mujeres (Vallin y Meslé, 2006), que también se observan en la vida media diferencial que se espera vivir, tanto al inicio como al final del período temporal considerado.
A partir de los años setenta del siglo pasado el aumento de la esperanza de vida está provocado fundamentalmente por las ganancias de esperanza de vida de los adultos mayores (Gómez Redondo, 1995; Gómez Redondo y Boe, 2005; Canudas-Romo, Glei, Gómez Redondo, Coelho y Boe, 2008). Ello es evidente al utilizar otro indicador que nos permite medir la longevidad, como es la esperanza de vida a los 65 y a los 85 años, sin que por el momento exista evidencia empírica de que la duración de la vida humana haya alcanzado un techo biológico (Wilmoth, 1997). En la doble Figura 2 se representan sendas esperanzas de vida y es visible el claro aumento desde 1970 hasta 2014, pero estas ganancias no han sido iguales para ambas edades ni para ambos sexos. Así, la esperanza de vida a los 65 años se ha incrementado en 5,5 años en el caso de los hombres (en 1970 era de 13,5 y en 2012, de 19,0) y en 6,7 años en el de las mujeres (de 16,2 a 22,9 en el mismo período), por lo que las mujeres han ganado más años de vida a partir de los 65 años que los hombres. A los 85 años los hombres han prolongado su esperanza de vida en 1,8 años (de 4,3 a 6,1) y las mujeres lo lograron en mayor medida: 2,5 años (de 4,9 a 7,4).
Cada vez son más personas las que llegan a cumplir 100 años e incluso 105 años de vida; es la consecuencia del logro de ir ganando años a la vida, lo que permite vivir la infancia y la juventud, terminar la etapa reproductiva y la económicamente activa, llegar a la jubilación y, cada vez para una proporción creciente de españoles, desarrollar una larga etapa vital más allá de aquellaDurante el mismo período, como consecuencia del aumento de la longevidad, si analizamos el riesgo de morir para aquellos que alcanzan los 100 años de edad (Figura 3) es evidente que disminuye en los últimos años. Se ha ido reduciendo la probabilidad de morir a los 100 años, especialmente en las mujeres, a lo largo de estos más de 40 años del período considerado, si bien siguiendo una tendencia muy irregular. Paralelamente, representado en la doble escala de la misma figura, presentamos el correspondiente aumento en el número absoluto de defunciones, lo que se debe al proceso de desplazamiento y concentración de los fallecimientos antes comentado (Gómez Redondo y García-González, 2010). Cada vez son más personas las que llegan a cumplir 100 años e incluso 105 años de vida; es la consecuencia del logro de ir ganando años a la vida, lo que permite vivir la infancia y la juventud, terminar la etapa reproductiva y la económicamente activa, llegar a la jubilación y, cada vez para una proporción creciente de españoles, desarrollar una larga etapa vital más allá de aquella. Este es el gran logro, que en el caso de los hombres sigue un ritmo más lento; tendencia que, naturalmente, también lleva implícitos algunos desafíos futuros.
Si analizamos el riesgo de morir a los 100 años, se aprecia cómo ha ido disminuyendo a lo largo de todo el período. Hay un descenso con períodos de estabilización, y parece evidente que en los últimos años se produce una reactivación del descenso, que puede responder a diversos factores (avances en ciencia, tecnología, nivel y hábitos de vida, infraestructuras de servicios y políticas públicas, entre otros). Vemos similares tendencias en los semisupercentenarios (105 años), que ya habíamos hallado en los centenarios, respecto a las probabilidades de morir, aunque estas son de mayor nivel. En cualquier caso, tanto en hombres como en mujeres se observa un largo período de estancamiento para volver a reiniciar su caída con el cambio de siglo. A los 105 años existe una menor divergencia en los riesgos de morir que a los 100 años de edad. (Figura 4).
A continuación, se tratará de explicar brevemente como la clara emergencia de personas centenarias en España es la lógica consecuencia de las tendencias comentadas previamente y no son hechos singulares de origen exclusivamente genético.
Los efectivos de población de 85 o más años han ido aumentando de manera progresiva a lo largo del siglo pasado (Figura 5a), tendencia que continúa en el presente siglo (Figura 5b). En el período analizado (1908-2016), los hombres de 85 o más años pasan de ser 20 922 a 448 964, mientras que en el caso de las mujeres se ha pasado de 37 598 a 906 431.
Los efectivos de población de 85 o más años han ido aumentando de manera progresiva a lo largo del siglo pasado, tendencia que continúa en el presente sigloAunque este incremento no se ha producido de forma constante, como se puede apreciar en la Figura 5a, el aumento de la población de 85 o más años no se produjo hasta los años setenta (Abellán y Puga, 2005), por eso aportamos la Figura 5b, donde representamos solamente las últimas décadas (1971-2016) del proceso. En esta figura se observa cómo el crecimiento mayor de los efectivos de la población de más de 85 años se produce en los últimos años: así, pasan de ser 187 261 a 1 355 395, considerando ambos sexos, y la figura apunta a un crecimiento exponencial de los efectivos durante los últimos años considerados.
Por otra parte, refiriéndonos a los datos relativos de esta población (la proporción representada por los mayores de 85 años en la población total, reflejada en la Figura 6) en estos últimos años (1971-2016), observamos cómo existe una tendencia creciente de 1971 a 2001, para luego producirse un estancamiento hasta 2008. En los años siguientes y hasta la actualidad se reanuda de nuevo la tendencia previa al aumento. Como se aprecia, las mujeres, igual que hemos visto en otros indicadores de longevidad, van en vanguardia, lo que produce una feminización de la vejez.
Al analizar la proporción representada por la población a partir de los 65 años, percibimos cómo hasta 2001 ha tenido un crecimiento acelerado para luego descender levemente entre 2001 y 2008, año en el que se reinicia un nuevo aumento. En la evolución del peso representado por la población de 85 y más años, sin embargo, existe una tendencia más regular durante todo el período y no se aprecia más que un freno en su crecimiento en los primeros años del siglo XXI, fundamentalmente en los hombres. El peso de la población anciana en la estructura de la población depende de diversos factores sociodemográficos en su historia y no exclusivamente de las pautas de supervivencia, pero en este breve capítulo hemos de conformarnos con apuntarlos (fecundidad, migraciones, volumen de los efectivos generacionales, etc.), ya que es imposible aquí abordar los otros fenómenos en toda su complejidad.
Los dos gráficos de la figura 5 han sido realizados empleando dos fuentes distintas con series históricas que finalizan en diferente fecha. Como consecuencia, la figura 5a (Human Mortality Database) acaba en 2014 y la figura 5b (Instituto Nacional de Estadística) lo hace en 2016.
Los dos gráficos de la figura 5 han sido realizados empleando dos fuentes distintas con series históricas que finalizan en diferente fecha. Como consecuencia, la figura 5a (Human Mortality Database) acaba en 2014 y la figura 5b (Instituto Nacional de Estadística) lo hace en 2016.
Si la tendencia del envejecimiento de la población española y del envejecimiento de su vejez está demostrada, también persiste una diversidad espacial en su grado, que pretendemos matizar mediante una representación espacial de envejecimiento en España, que abordaremos en los siguientes mapas (Figura 7 y Figura 8).
La población de 85 o más años dibuja unas áreas de concentración en el norte de España, con la excepción de la costa mediterránea. Estas áreas muestran todos los factores demográficos de los años precedentes: la longevidad, la fecundidad y las migracionesLa población de 85 o más años dibuja unas áreas de concentración en el norte de España, con la excepción de la costa mediterránea (Figura 7). Estas áreas muestran todos los factores demográficos de los años precedentes: la longevidad, la fecundidad y las migraciones. Son, en su mayoría, regiones menos pobladas que experimentaron un éxodo rural muy intenso en los años sesenta y setenta del siglo pasado. Además, se aprecia claramente el mayor envejecimiento de la población femenina.
Si observamos el mapa para la población centenaria, la regionalización es muy parecida, pues se percibe un mayor contraste en la población de 100 y más años por cada millón de habitantes según la provincia de residencia. La feminización de la población centenaria es evidente, del mismo modo que habíamos apreciado un mayor envejecimiento femenino en España en los mapas de la Figura 7, y destaca nuevamente su extraordinaria concentración en la zona noroeste peninsular.
Creemos conveniente detenernos a analizar algunas limitaciones encontradas en las cifras de población disponibles del Instituto Nacional de Estadística (INE). Cuando se trabaja con efectivos reducidos de población, como lo es la población de 100 años y más, se pone de manifiesto la fragilidad de los datos oficiales, precisamente en colectivos que requieren un seguimiento preciso como base de una sólida planificación. Si analizamos los datos del Instituto Nacional de Estadística y los de la Human Mortality Database (HMD), que parten de la misma fuente pero con estimaciones de cierre distintas para las edades finales de sus tablas, vemos las diferencias que pueden existir en los resultados obtenidos según la fuente que se elija como referencia en una investigación (Figura 9). Se observa que, desde 1981 hasta 1995, ambas líneas, que representan los datos de centenarios, van en paralelo con pequeñas alteraciones, pero siempre es mayor la cifra que ofrece el INE; a partir de esta fecha cambia la tendencia y es la HMD la que aporta un mayor número de efectivos hasta el año 2002, cuando vuelven a coincidir las líneas correspondientes a ambas fuentes en el gráfico hasta el año 2010. En ese momento es cuando se produce lo que parece ser una incoherencia de los datos del INE, pues aumenta considerablemente su volumen y se aparta de la tendencia que presentan las cifras de la HMD, que continúa la tendencia previa.
Cuando se trabaja con efectivos reducidos de población, como lo es la población de 100 años y más, se pone de manifiesto la fragilidad de los datos oficiales, precisamente en colectivos que requieren un seguimiento preciso como base de una sólida planificaciónEsta divergencia en los datos, observable tanto en los hombres como en las mujeres, hay que tenerla presente cuando se analiza la población de centenarios y supercentenarios, puesto que los datos han de ser testados y verificados de antemano para no inferir tendencias sesgadas accidentalmente por las fuentes o por las deficiencias registrales (Gómez Redondo y Domènech, 2018). Así, dos estudios sobre centenarios podrían ofrecer datos diferentes según las fuentes seleccionadas: por ejemplo, en 2014, si se trabaja con las cifras de población del INE, se daría la cifra de un efectivo de centenarios de 13 605 individuos, mientras que si se trabaja con la HMD, este sería de 9940, es decir, una diferencia de un 27 %. Esta considerable divergencia hace que, en muchos casos, nos veamos obligados a introducir en una serie cronológica cifras de otras entidades que, aun siendo organismos oficiales, han corregido el sesgo, como ocurre en nuestro caso con la fuente del Instituto Nacional de la Seguridad Social, lo que nos ha permitido discernir qué datos se ajustan mejor a la realidad. Si se analiza esta última fuente en la Figura 9 para ambos sexos, se observa que en el último año se produce un freno en el aumento de las personas centenarias; creemos que ello es debido a la corrección de la sobreestimación que venía presentándose tanto en esta fuente como en otras. Obsérvese en todo caso que la tendencia comentada muestra cómo cada vez se analizan y verifican mejor estos datos desde diferentes criterios, bien a través de los investigadores, bien por los propios organismos oficiales, para una correcta aplicación de los datos verificados por las administraciones y diversos organismos en el diseño y planificación de los servicios que proporcionan.
En suma, antes de pasar a exponer algunas conclusiones, nos vamos a detener en un proceso de verificación específico y especialmente necesario: el correspondiente a las personas supercentenarias (aquellas que han cumplido 110 años o más). La International Database on Longevity (IDL)3, con sede en el Max Planck Institute for Demographic Research (MPIDR) desde los inicios del siglo XXI, viene verificando datos de personas de 110 años y más en las poblaciones de diferentes países europeos.
En el proceso de verificación de datos españoles llevado a cabo hasta el presente, cuyo protocolo a seguir se representa en el esquema de verificación siguiente (Figura 10), se han tratado de validar 235 potenciales supercentenarios recogidos por el INE desde 1987 hasta 2016, de los cuales han sido verificados 163 casos (70 %); el 30 % restante no se ha podido validar, ya que, en los casos correspondientes a los primeros años, se trata de generaciones nacidas en el siglo XIX. De las 163 personas que fueron verificadas, 100 de ellas no eran supercentenarias y solamente 63 sí lo eran. Por lo tanto, de 235 potenciales supercentenarios iniciales se han verificado 63, es decir, el 23,8 %.
Esto es solo un ejemplo de la imprescindible validación de los datos a través del análisis de las fuentes, especialmente cuando trabajamos con los datos de población de edades muy avanzadas y, en general, ante poblaciones pequeñas, como en el caso de las poblaciones longevas que nos ocupa, en el que se reúnen ambas características.
Los autores pertenecen a la red científica International Database on Longevity (IDL), liderada por James Vaupel y en la que representan a España. La verificación se realiza partiendo de datos de defunciones del INE y a través de los registros civiles como fuente directa (verificación del certificado de nacimiento y certificado de defunción de cada persona potencialmente supercentenaria según los datos de defunciones del INE).
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El rasgo principal de los centenarios es la longevidad, y ese es uno de los motivos por los que desde nuestro laboratorio trabajamos en los genes de la longevidad, pero también porque hemos avanzado en los estudios que habíamos realizado en animales ya hace diez años y de los cuales se derivan algunas ideas interesantes.
Cuando empezamos hace diez años, buscábamos qué genes se pueden sobreexpresar o infraexpresar en un animal para que viva más. Vimos que infrexpresando el gen RAS se alarga la vida de ratones aproximadamente un 20 %, que en un ser humano supondría unos 18 años más de vida (Borrás et al., 2011). En esta misma línea y en colaboración con el Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO), en especial con Manuel Serrano y María Blasco, observamos que sobreexpresando el p53/p16 también se alarga la vida (Matheu et al., 2007), y más aún cuando se sobreexpresa no solo el p53/p16, sino la telomerasa, que alarga mucho más la vida, hasta un considerable 40 %, lo cual es un récord en un mamífero (Tomás-Loba et al., 2008).
El rasgo principal de los centenarios es la longevidad, y ese es uno de los motivos por los que desde nuestro laboratorio trabajamos en los genes de la longevidadEl siguiente paso fue estudiar a los adultos mayores que vivían mucho (centenarios) y ver si sobreexpresaban los genes que habíamos descrito. Estudiamos la genética de la longevidad con el objetivo de ver primero los micro-ARN (mi-ARN porque son reguladores) y, después, los ARN mensajeros (m-ARN), comparando jóvenes, septuagenarios y centenarios.
Lo primero que vimos es que los centenarios (pero no los septuagenarios) activan la expresión de los mi-ARN. El centenario y el joven regulan de una manera y el septuagenario va por otra vía. Vimos que habíamos dado con siete m-ARN, seis mi-ARN y un sca-RNA, que son específicos de los centenarios, y sucede que la biosíntesis de los mi-ARN está especialmente activada precisamente en los centenarios (Serna et al., 2012).
Después de estudiar los mi-ARN, pasamos a analizar los m-ARN y todo el transcriptoma, y observamos que la expresión génica en los centenarios se parece mucho más a la de los jóvenes que a la de los septuagenarios. Hay 1721 genes que son específicos de los centenarios, por lo que establecen subredes (subnetworks), esto es, grupos de genes que están conectados estructuralmente o funcionalmente con un gen concreto.
Haciendo este tipo de análisis complejos de gran cantidad de datos (big data) hemos encontrado seis genes que son especialmente importantes, pero vamos a centrar nuestra atención en el Bcl-xL y en dos genes que codifican proteínas obviamente relacionadas: FAS y ligando FAS (FAS-L). Este gen, el Bcl-xL, es un inhibidor de la apoptosis intrínseca. Cuando la célula se hace vieja, el centenario la aguanta, porque tiene inhibida la apoptosis intrínseca por el Bcl-xL. La interacción entre FAS y FAS-L activa la apoptosis extrínseca: cuando una célula recibe un ataque genotóxico (que puede llevar a un cáncer), el centenario lo mata (porque tiene activada la apoptosis extrínseca por el complejo FAS y FAS-L). En realidad, esto nos lleva a entender que los centenarios tienen un control de la apoptosis muy bueno, lo cual puede explicar su alta longevidad (Borrás, 2016).
Entonces, si queremos gozar de una vida larga y sin enfermedades (como la de los centenarios), ¿qué hacemos?, ¿elegir a los padres o mejorar la calidad de vida? Aunque el componente genético es muy potente, el único remedio que nos queda es aumentar la calidad de nuestros hábitos de vida.
Nos hemos preocupado del envejecimiento satisfactorio y de cómo podemos retrasar la fragilidad para evitar la dependencia; esa es la clave. A modo de reflexión, hay que destacar que una moderación dietética con un aumento de los productos vegetales, la realización de ejercicio moderado, el control del estrés, no fumar y la prevención mejoran la calidad. La prevención es la mejor herramienta para una buena salud y, por tanto, calidad de vida.
En primer lugar, está demostrado que la intervención que mejores resultados ha dado es el ejercicio físico. Nosotros pensamos que el ejercicio es un fármaco. Hemos realizado un importante ensayo clínico que ha sido publicado en una de las revistas de geriatría más prestigiosas, en el que se demuestra que el ejercicio físico controlado disminuye la fragilidad y baja a la mitad las visitas al médico de un grupo de personas mayores (Tarazona-Santabalbina et al., 2016), y otro en la sólida revista de farmacología British Journal of Pharmacology, donde se formula nuestra hipótesis de que el ejercicio es un fármaco (Vina, Sanchis-Gomar, Martinez-Bello y Gómez-Cabrera, 2012).
La auténtica medicina antienvejecimiento no es detener el envejecimiento, no es proponer remedios mágicos para evitar el envejecimiento, no es un negocio —o no debe serlo—, sino que es una rama de la medicina cuyo objetivo es conseguir que el paciente se adapte a los cambios que ocurren con el tiempo para llegar a la vejez con los mínimos déficits y alteraciones, prolongar la vida y comprimir la morbilidadEn segundo lugar, el ejercicio es un fármaco para el adulto mayor, ya que es donde los efectos son más exitosos y donde la incorporación de este parámetro tiene una repercusión directa y rápida en la calidad de vida.
En tercer lugar, el ejercicio es un fármaco para tratar la fragilidad; por tanto, hay que buscar dosis, contraindicaciones e interacciones, es decir, personalizarlo y desarrollar unas pautas concretas y adecuadas.
Por último, cabe señalar el daño que el mal entendimiento de qué es la medicina antienvejecimiento ha hecho. La auténtica medicina antienvejecimiento no es detener el envejecimiento, no es proponer remedios mágicos para evitar el envejecimiento, no es un negocio —o no debe serlo—, sino que es una rama de la medicina cuyo objetivo es conseguir que el paciente se adapte a los cambios que ocurren con el tiempo para llegar a la vejez con los mínimos déficits y alteraciones, prolongar la vida y comprimir la morbilidad. En resumen, es una forma de medicina preventiva aplicada a la promoción del envejecimiento saludable.
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En organismos superiores, el envejecimiento hace referencia al conjunto de alteraciones morfológicas y fisiológicas que ocurren con el tiempo y que conllevan la disminución de la funcionalidad de órganos y tejidos en individuos de avanzada edad.
Actualmente existen numerosas teorías acerca de los mecanismos celulares y moleculares implicados en el envejecimiento. Una de ellas es la teoría del envejecimiento de células madre adultasActualmente existen numerosas teorías acerca de los mecanismos celulares y moleculares implicados en el envejecimiento. Una de ellas es la teoría del envejecimiento de células madre adultas. Esta teoría propone que, mientras que en individuos jóvenes las células madre adultas mantienen eficientemente la homeostasis tisular, en individuos de avanzada edad estas células van perdiendo viabilidad y cada vez tienen más dificultades para mantener la homeostasis tisular. Aunque los mecanismos moleculares responsables de esta pérdida de viabilidad no están claros, se ha propuesto que el proceso puede ser debido, al menos en parte, a la acumulación de alteraciones genéticas y epigenéticas en el ADN de estas células.
La epigenética se refiere al estudio de procesos químicos que ocurren en el entorno de la molécula de ADN, que no suponen un cambio en su secuencia, que son heredables mitóticamente y que juegan un papel fundamental en la regulación de la expresión génica y de la función de la cromatina. Los procesos epigenéticos más estudiados son la metilación del ADN genómico y las modificaciones postraduccionales de las histonas, todo ello dentro del contexto de la maquinaria de remodelación de la cromatina.
La epigenética se refiere al estudio de procesos químicos que ocurren en el entorno de la molécula de ADN, que no suponen un cambio en su secuencia, que son heredables mitóticamente y que juegan un papel fundamental en la regulación de la expresión génica y de la función de la cromatinaLa metilación del ADN genómico consiste en la adición de un grupo metilo en la posición 5 de citosinas que van seguidas de guanina. La reacción está catalizada por una familia de proteínas conocida como ADN metiltransferasas. Existen dos tipos de transferasas de grupos metilos al ADN: metilasas de mantenimiento, que se encargan de restaurar los patrones de metilación en la división celular, y metilasas de novo, que incorporan grupos metilo en regiones del ADN demetiladas. El donador de grupos metilo es la s-adenosilmetionina (SAM), un donador universal de grupos metilo cuyos niveles endógenos dependen de factores externos como la dieta.
La metilación del ADN es esencial para la vida en mamíferos. Posiblemente, la mejor evidencia de que esto es así la encontramos en ratones a los que se les han eliminado mediante ingeniería genética las ADN metiltransferasas, ya que estos ratones mueren en las primeras etapas del desarrollo embrionario. Además, estudios recientes ponen de manifiesto que la metilación del ADN también juega un papel fundamental durante la vida adulta. En este sentido, recientemente en nuestro laboratorio quisimos estudiar el papel de la metilación del ADN durante la hematopoyesis. Para ello, utilizamos técnicas epigenómicas para comparar los metilomas de diferentes tipos de progenitores hematopoyéticos y células sanguíneas terminalmente diferenciadas. Los resultados mostraron que la pérdida de pluripotencia durante la hematopoyesis va acompañada de la demetilación de numerosas regiones del ADN (Figura 1). Muchas de estas modificaciones implican cambios de expresión en genes esenciales para establecer cada uno de los linajes sanguíneos, lo que pone de manifiesto el papel fundamental que juega la metilación del ADN en el proceso.
Durante la vida adulta se producen cambios de metilación del ADN asociados con procesos de diferenciación y desarrollo que se transmiten mediante un proceso conocido como “mantenimiento somático” (Figura 2). Además de estos cambios, nuestro grupo demostró hace varios años, mediante el estudio de gemelos monocigóticos, que el ADN también puede acumular alteraciones o ruido epigenético con el tiempo. Se ha propuesto que este proceso, que denominamos “deriva epigenética”, puede estar relacionado con la aparición de alteraciones en la función de la cromatina e incluso con las enfermedades asociadas con el envejecimiento (Feil y Fraga, 2012).
Existen en la literatura científica numerosos estudios epidemiológicos que ponen de manifiesto que los cambios epigenéticos con el tiempo pueden verse afectados por factores externos como la polución ambiental, la exposición a benceno, asbestos y diferentes tipos de nanopartículas, el consumo de alcohol y tabaco e incluso la exposición crónica a la luz del SolEl hecho de que los patrones de metilación del ADN no sean estables con el tiempo se conoce desde hace bastantes años. Además, trabajos recientes que utilizan técnicas de análisis de metilación de ADN a nivel genómico han permitido identificar numerosas regiones del ADN que muestran cambios sistemáticos de metilación durante el envejecimiento. En este sentido, nuestro grupo recientemente ha tenido la posibilidad de participar en un estudio en el que utilizamos técnicas de ultrasecuenciación para determinar, a nivel de genoma completo, los patrones de metilación del ADN de un recién nacido, un individuo de mediana edad y un centenario (Heyn et al., 2012). Los resultados obtenidos mostraron que el centenario tenía menos metilación que el recién nacido y que esta pérdida de metilación podría ser gradual, ya que el individuo de mediana edad tenía niveles intermedios de metilación entre el recién nacido y el centenario. En particular, los resultados identificaron más de 500 000 sitios del genoma que perdían metilación con la edad. Esto viene a representar un 7 % de las regiones del genoma que son susceptibles de metilarse, lo que significa que uno de los grandes retos del futuro en el campo de la epigenética del envejecimiento será determinar las posibles consecuencias funcionales que implican estos cambios.
Este trabajo se llevó a cabo utilizando un tipo de células sanguíneas terminalmente diferenciadas y, como continuación, decidimos estudiar si estas alternaciones en los patrones de metilación del ADN también estaban presentes en células madre adultas. Para ello, recolectamos células madre mesenquimales de médula ósea de más de 80 donantes con edades comprendidas entre 2 y 92 años. El análisis bioinformático de los resultados permitió identificar miles de secuencias diferencialmente metiladas con la edad en las células madre mesenquimales (Fernández et al., 2015). Además, de igual forma a como ocurría en las células sanguíneas terminalmente diferenciadas, la mayoría de los cambios correspondían a pérdidas de metilación (Figura 3), lo que sugiere que, al igual que ocurre en células sanguíneas tempranalmente diferenciadas, el envejecimiento en las células madre también está asociado a una perdida global de metilación del ADN genómico.
Los cambios de metilación del ADN con el tiempo se pueden ver afectados por factores internos o genéticos y por factores externos o ambientales (Figura 2). El efecto de factores genéticos se refiere a variaciones interindividuales en enzimas que regulan procesos epigenéticos y que hacen que los cambios epigenéticos con el tiempo puedan no ser iguales en individuos diferentes. Hace más de diez años, nuestro grupo puso de manifiesto el efecto de factores externos sobre el epigenoma al estudiar cambios epigenéticos en gemelos monocigóticos. Los gemelos monocigóticos son genéticamente iguales, por tanto, las diferencias epigenéticas dependen de factores externos o procesos estocásticos. Además, existen en la literatura científica numerosos estudios epidemiológicos que ponen de manifiesto que los cambios epigenéticos con el tiempo pueden verse afectados por factores externos como la polución ambiental, la exposición a benceno, asbestos y diferentes tipos de nanopartículas, el consumo de alcohol y tabaco e incluso la exposición crónica a la luz del Sol (Huidobro, Fernández y Fraga, 2013). Algunos de estos agentes, como el alcohol, el tabaco o la luz solar, son especialmente relevantes, porque son factores de riesgo en el desarrollo de enfermedades como el cáncer, lo que plantea la posibilidad de que los procesos epigenéticos actúen como nexo molecular entre exposiciones nocivas y enfermedad.
Además de los cambios asociados con los procesos de desarrollo y la acumulación de ruido epigenético, recientemente se ha descrito un nuevo tipo de cambios de metilación del ADN con el tiempo. El descubrimiento lo hizo un matemático estadounidense llamado Steve Horvath mientras trataba de identificar patrones específicos de cambio con el tiempo en los valores de metilación del ADN (Horvath, 2013). De forma resumida, Horvath analizó datos de metilación de ADN de más de 8000 individuos de diferentes edades y fue capaz de identificar 353 sitios en el genoma cuyo estado de metilación se correlaciona asombrosamente bien con la edad cronológica; a este predictor lo denominó “reloj epigenético” (Figura 4).
Uno de los retos más importantes para el futuro en el campo de la epigenética del envejecimiento será describir los mecanismos moleculares que regulan el reloj epigenético y determinar si es causa o consecuencia del proceso de envejecimientoPosteriormente, se demostró que la desviación entre la edad de metilación y la edad cronológica es capaz de predecir la mortalidad, lo cual sugiere que el reloj epigenético puede estar estrechamente relacionado con nuestro reloj biológico. Más interesante aún es el hecho de que el reloj epigenético se pueda ver afectado por factores externos. De hecho, estudios recientes han puesto de manifiesto que factores saludables como las dietas mediterráneas, el consumo moderado de alcohol, el nivel educativo y adquisitivo y el ejercicio retrasan el reloj epigenético, mientras que factores negativos como niveles elevados de insulina y glucosa, la inflamación crónica, el índice de masa corporal, los triglicéridos y la hipertensión adelantan el reloj epigenético. Aunque actualmente sabemos que el reloj existe, todavía no sabemos cómo funciona. Por tanto, uno de los retos más importantes para el futuro en el campo de la epigenética del envejecimiento será describir los mecanismos moleculares que regulan el reloj epigenético y determinar si es causa o consecuencia del proceso de envejecimiento.
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Este trabajo ha contado con financiación de varias fuentes: el Building Europe from Aragon, Operational Program 2014-2020, Fondo Europeo de Desarrollo Regional (FEDER), Grant #B15_17R; los proyectos del Fondo de Investigación Sanitaria (ISCiii) 03/0815 y 06/0617; y el Centro de Investigación Biomédica en Red de Salud Mental (CIBERSAM), Ministerio de Ciencia e Innovación.
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Gilbert Ryle, el filósofo de Oxford representante de la escuela analítica, en uno de sus textos contaba la siguiente historia: “A un extranjero que visita Oxford o Cambridge por primera vez, se le muestran los colleges, bibliotecas, campos de deportes, museos, departamentos científicos y oficinas administrativas. Y al terminar la visita pregunta: “¿Dónde está la universidad? He visto dónde viven los miembros de los colleges, […] dónde hacen experimentos los científicos, pero aún no he visto la universidad donde residen y trabajan sus miembros”. Decía Ryle que a una persona así “se le tiene que explicar, entonces, que la universidad no es otra institución paralela o una especie de homólogo de los colleges, laboratorios y oficinas. La universidad es la manera en que todo lo que ha visto se encuentra organizado. Cuando se ven edificios y se comprende su coordinación, puede decirse que se ha visto la universidad”. Su error parte de la inocente suposición de que es correcto hablar de la Facultad de Ciencias, de la biblioteca y de la universidad, como si “la universidad” hiciera referencia a un miembro adicional de la clase de la que son miembros los otros elementos. Erróneamente se ha asignado a la universidad la misma categoría a la que pertenecen aquellos.
Lo mismo sucede en el equipo de rugby de mi hijo. Cuando un padre va por primera vez a ver a su hijo jugar, aprende cuál es la función del “talonador” o del “pilier”, que hace el “medio melé”, o por qué el árbitro pita falta cuando alguien pasa el balón hacia adelante (“avant”, en términos técnicos); pero es imposible que vea “el espíritu de equipo” o “el espíritu del rugby”, es decir, ese código de conducta que teóricamente refleja lealtad, consideración y caballerosidad, que trasluce grandeza en la victoria y también corrección y buenos modales en la derrota. El espíritu de equipo no es una parte del rugby complementaria a otras; es, por decirlo así, la “filosofía”, la “manera” en la que se juega. Y el “cómo se hacen las cosas”, por poner un ejemplo, no es asimilable, en este caso, a pasar el balón y correr.
Cuando consideramos que la persona es el cerebro, que la persona es “lo físico”, cometemos el mismo “error categorial” que cuando aceptamos que dolor y sufrimiento son sinónimos perfectos, que el viaje es exclusivamente el paisaje y que fragilidad es lo equivalente a vulnerabilidadLo que subrayaba Gilbert es que tratar como equivalentes conceptos e ideas que tienen propiedades diferentes, que no son “comparables” porque corresponden a categorías distintas, es un “error categorial”.
En enero del 2009, cuando el profesor Ramón Bayés fue nombrado doctor honoris causa por la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), citó a Ryle y el ejemplo de un viaje para señalar un error común en la forma en que a veces los que nos dedicamos al envejecimiento en particular y a la salud en general analizamos las cuestiones que profesionalmente nos conciernen. Para hacer un viaje por carretera —señalaba Bayés— necesitamos un coche, un motor, vías por las que transitar, gasolina, tiempo, compañeros de viaje, hoteles, paisajes…; pero ni el coche, ni el motor, ni la gasolina, ni el paisaje, ni los compañeros son el viaje. El viaje es la experiencia propia, única, personal e intransferible de la interacción de la persona y su biografía con todo lo que le rodea en ese viaje. El viaje son las emociones que experimenta, las ideas que surgen en su cabeza, los recuerdos con los que conecta, las sensaciones que percibe, la interacción de todo ello con toda su historia personal. El coche, la gasolina, los paisajes o el motor son, por descontado, elementos que hacen posible el viaje, que lo enriquecen, pero no son —en absoluto— el viaje. Por ello, subrayaba Bayés, la persona no es el cerebro, ni la mente, ni la conducta, ni su sistema musculoesquelético, ni su sistema neuroendocrino. Todos ellos son imprescindibles para que la persona exista, pero no son la persona. La persona, con toda su riqueza y complejidad, es el viaje. Cuando consideramos que la persona es el cerebro, que la persona es “lo físico”, cometemos el mismo “error categorial” que cuando aceptamos que dolor y sufrimiento son sinónimos perfectos, que el viaje es exclusivamente el paisaje y que fragilidad es lo equivalente a vulnerabilidad.
Las tres ideas que se plantean —y que se intentarán argumentar en las próximas páginas— son: a) que vulnerabilidad y fragilidad son dos conceptos diametralmente diferentes que pertenecen a distintas categorías y que cuando los tratamos como sinónimos cometemos un grave “error categorial” con nefastas consecuencias para las personas; b) que en gerontología ambos necesitan ser utilizados de manera precisa y diferenciada; y c) que no se entiende bien el envejecimiento si no se comprende “profundamente” la importancia de la “experiencia y vivencia” personal, única y diferente en cada uno de nosotros, que es, a su vez, un modulador esencial del proceso de envejecimiento.
La fragilidad está relacionada con “el motor” —por recurrir al ejemplo anterior— y la vulnerabilidad está relacionada con “el viaje”. Como suele decir el profesor Francesc Torralba, catedrático de Ética de la Universidad Ramon Llull, “vulnerabilidad tiene que ver con herida” y fragilidad, con inconsistencia (que son dos cosas distintas).
La fragilidad ha tenido desde el año 2001 (Fried et al., 2001) un enorme desarrollo, donde, entre otras cuestiones, se ha buscado con ahínco una definición que abarque tan vasto concepto. El Libro blanco de la fragilidad1, elaborado por la International Association of Gerontology and Geriatrics (IAGG) y la Sociedad Española de Medicina Geriátrica (SEMEG), la define como “un estado clínico que aumenta la vulnerabilidad de un individuo para desarrollar dependencia y/o aumentar la mortalidad cuando es expuesto a un factor de estrés”, entendiéndose que el aumento de la vulnerabilidad resta posibilidades a las personas de seguir disfrutando de un buen estado de salud. Es, por lo tanto, un término exclusivamente “clínico”, aunque pueda tener resonancias psicosociales y ser usado e interpretado desde un punto de vista más amplio que el meramente clínico. Desde esta perspectiva clínica, la fragilidad se ha descrito como un estado definible a través de múltiples signos y síntomas (Xue, 2011); en otras palabras, un síndrome que puede permitir una expresión heterogénea. La definición más citada es, sin duda, la de Linda Fried (Fried et al., 2001), que incluye cinco componentes fenotípicos (lo observable de la interacción de los genes con el ambiente): a) pérdida de peso; b) baja energía; c) lentitud en la movilidad; d) debilidad muscular; y e) bajo nivel de actividad física.
La fragilidad ha tenido desde el año 2001 un enorme desarrollo, donde, entre otras cuestiones, se ha buscado con ahínco una definición que abarque tan vasto conceptoDesde el punto de vista funcional, la fragilidad se presenta como pérdidas en el funcionamiento humano, con la consiguiente reducción de actividades, donde la importancia de la función radica en la situación funcional previa al desarrollo de discapacidad y dependencia, que es uno de los mejores indicadores del estado de salud y resulta mejor predictor de discapacidad incidente que la morbilidad ( Causapié, Balbontín, Porras y Mateo, 2011; Alfonso, Martínez-Reig, Gómez Juncos, Romero y Abizanda, 2014), además de ser modificable. Desde esta óptica, la función (y su hipotética pérdida) está en el centro de la definición conceptual (Gobbens, Luijkx, Wijnen-Sponselee y Schols, 2010), entendiéndose la fragilidad como “una capacidad disminuida para llevar a cabo funciones vitales, tanto de carácter personal como social”.
Cierto es que otros autores, desde una perspectiva más multidimensional, definen la fragilidad como un estado “heterogéneo” que incluye dominios o fenotipos físicos, cognitivos y psicosociales (Ruan, Yu, Chen, Bao, Li y He, 2017). La idea de fondo es el reconocimiento implícito de que la fragilidad no puede limitarse a sus aspectos físicos exclusivamente, ya que lo psicológico, cognitivo, emocional, social y espiritual contribuyen a la fragilidad y deben de tenerse en cuenta en su definición, aunque es necesario diferenciar entre “aspectos que contribuyen” (de índole psicosocial y espiritual) y “aspectos básicos o fundamentales” (biológicos, grosso modo).
En cualquier caso, la fragilidad es una noción compleja y sumamente heterogénea que: a) se puede definir a través de la descripción de sus rasgos básicos: debilidad, pérdida de peso, lentitud, problemas al caminar, baja energía, disminución del nivel de actividad física, etc.; b) puede afectar a la cognición, al estado de ánimo y al comportamiento; c) interactúa con comorbilidades y facilita la aparición de síndromes geriátricos; d) se presenta en términos de pérdidas en el funcionamiento humano con alteraciones en varios ámbitos de la función y reducción de actividades; e) en cuya génesis varios sistemas interrelacionados juegan un papel relevante (especialmente los sistemas nervioso, endocrino, inmunológico y musculoesquelético); y f) está estimulada por factores intrínsecos (como la disposición genética y el propio proceso de envejecimiento) y extrínsecos (medio ambiente, estilos de vida, nutrición). El buen funcionamiento fisiológico se va alterando y va disminuyendo los recursos funcionales, lo que deviene en una pérdida de reserva y de capacidad de adaptación, con dificultades para mantener la homeostasis. Ante las crecientes exigencias del sistema, el precario equilibrio se desploma, se supera un umbral y los sistemas fisiológicos interrelacionados comienzan a fallar. La fragilidad resulta de alcanzar un umbral de declive en múltiples sistemas orgánicos.
Por último, cabe apuntar que, en la literatura sobre fragilidad, las situaciones que provocan que la fragilidad se exprese o progrese se denominan “factores estresantes”. Los factores estresantes parecen incidir en la reducción del funcionamiento y de las reservas fisiológicas, lo que pone en marcha “respuestas fisiopatológicas” que aumentan la vulnerabilidad y los problemas de salud. En la evidencia empírica analizada en este contexto, por vulnerabilidad se entiende (Rodríguez-Mañas et al., 2012) una alta “probabilidad de ser afectado por pequeños cambios en factores biomédicos, psicosociales o ambientales” cuando se expone a factores estresantes, lo que aumenta el riesgo de resultados adversos para la salud.
Para las ciencias sociales y del comportamiento, la acepción más habitual de la vulnerabilidad tiene que ver con desigualdad y con lo que dificulta el bienestar y la calidad de vida. Según la Organización de Naciones Unidas (2003), la vulnerabilidad puede definirse como “un estado de elevada exposición a determinados riesgos e incertidumbres, combinado con una capacidad disminuida para protegerse o defenderse de ellos y hacer frente a las consecuencias negativas”.
La vulnerabilidad, que es intrínseca a la propia condición humana (todos los seres humanos, independientemente de nuestra edad y condición, somos vulnerables), puede ser vivida de un modo conscienteEl término “vulnerabilidad” viene del latín vulnerabilis, formado de vulnus, que significa ‘herida’, y la partícula -abilis, que es equivalente a ‘poder de’; más el sufijo -dad, que significa ‘cualidad’ (Araujo, 2015). Es decir, “vulnerable” expresa la posibilidad de ser herido. Vulnerabilidad se asocia, además, con la capacidad de una persona, grupo o comunidad para resistir y recuperarse de un riesgo y examinar las posibilidades de sufrir amenazas. A veces, vulnerabilidad expresa tanto riesgo como capacidad de enfrentarlo a través de una respuesta. En el terreno de la “vulnerabilidad social”, se puede hablar (Wilches-Chaux, 1989) de vulnerabilidad natural (a las condiciones ambientales y sociales difíciles para el desarrollo humano), de vulnerabilidad física (ubicación de la población en zonas de riesgo físico, por pobreza, falta de oportunidades, etc.), de vulnerabilidad económica (ingresos insuficientes, explotación, inestabilidad laboral, etc.), de vulnerabilidad social (deficiente organización y cohesión interna de la sociedad), de vulnerabilidad técnica (falta de manejo de las tecnologías), de vulnerabilidad política, ideológica, educativa, cultural, ecológica, institucional…
En términos personales, y según Samuel Gorovitz, vulnerabilidad es la posibilidad de ser herido y ser vulnerable significa ser frágil (no en el sentido “biomédico”), inconsistente, susceptible de recibir o padecer algún tipo de mal. El concepto de vulnerabilidad evoca impotencia, falta de control sobre la situación, y tiene que ver con la posibilidad de sufrir, de enfermar, de padecer. Por eso la noción de vulnerabilidad está íntimamente vinculada a otros vocablos como fragilidad (más adelante se discutirá otro concepto de la fragilidad diferente al de la “fragilidad como síndrome geriátrico”, por denominarlo de esta manera), finitud, contingencia, etc.
A pesar de lo anteriormente señalado, otra mirada es posible. La vulnerabilidad, que es intrínseca a la propia condición humana (todos los seres humanos, independientemente de nuestra edad y condición, somos vulnerables), puede ser vivida de un modo consciente (Torralba, 2017). Esto significa que el ser humano no es tan solo vulnerable, como cualquier otro ser vivo, sino que, además, puede tomar conciencia de ello, puede hacerse cargo, mental y emotivamente, de su situación vital, anticiparla e idear mecanismos para paliarla, sobrellevarla o aprovecharla (Torralba y Yanguas, en imprenta).
El reconocimiento de nuestra “fragilidad ontológica” es lo que nos hace grandes en el conjunto del cosmos (Torralba, 2010). Como afirma Blaise Pascal en Los Pensamientos: “La grandeza del hombre es grande porque el hombre conoce su miseria; un árbol no se sabe miserable. Por lo tanto, ser miserable es no saberse miserable; pero es ser grande saber que se es miserable”. La vulnerabilidad es, además, un concepto dinámico. Podemos ser vulnerables en unas áreas y en otras no, y el ser humano es potencialmente capaz de asumir reflexivamente tanto su propia vulnerabilidad como la vulnerabilidad de las personas que le rodean; otra cuestión es que la ocultemos (Torralba, 2010, 2017).
En el año 2000, Julián Marías publicó un artículo titulado “Las tentaciones y la vulnerabilidad”, donde afirma que la vulnerabilidad que afecta a la vida humana “no cabe duda de que es un riesgo, una amenaza, una promesa de posible sufrimiento”. Pero prosigue diciendo que esa vulnerabilidad puede tener un sentido positivo, porque la vulnerabilidad es “la condición de la apertura a la realidad, de la estimación y el apego a cosas y, principalmente, a personas, de la posibilidad de sentir el dolor de la ausencia, del afán de realizar posibilidades cuya exclusión o fracaso o pérdida hiere”. Marías subraya que evitar la vulnerabilidad (volvernos invulnerables), además de inmoral, es “la pérdida de la intensidad de la vida, el desapego [que suele ser “despego”, como el autor enfatiza con ironía], su reducción a formas inferiores, la supresión del entusiasmo, de la adhesión a lo que, siendo valioso, se puede perder, puede fracasar”. Invulnerabilidad es, para Marías, sinónimo de “falta de generosidad, de reclusión en la propia realidad, de incapacidad de dar y darse, y por ello, de recibir algo que efectivamente valga la pena” (Yanguas, Galdona, Diaz, García y Sancho, en imprenta).
Vulnerabilidad es también, por lo tanto, sinónimo de “vivir”, porque las cosas que más nos importan no están bajo nuestro control en absoluto, sino expuestas al azar mucho más de lo que, quizá, estamos dispuestos a asumir. En otras palabras, dependemos de las cosas de fuera, que no podemos controlar con nuestra razón. Martha Nussbaum (2008) dice que las emociones expresan esa dependencia que tenemos respecto de las cosas que no podemos controlar. Las emociones2 son un reconocimiento de todas las maneras en las que podemos ser vulnerables cuando nos relacionamos con los demás y con todo aquello que está fuera de nuestro control. En este sentido, hay una vulnerabilidad respecto a las cosas que son buenas para la vida, para cada persona (tener trabajo, tener estudios, familia, etc.), que están fuera de nuestro control, y hay que distinguir esas formas buenas de vulnerabilidad (dependencia de cosas que no podemos controlar) de otras que son negativas, malas, como por ejemplo perder el trabajo a los 50 años, separarse, perder amigos, etc. La vulnerabilidad, pues, en contra de lo que es la fragilidad, es posible y deseable. Gabriel Marcel lo dice con palabras más bellas y contundentes: “Un alma a la que le sea ajena toda inquietud es un alma esclerótica”. Así pues, la vulnerabilidad es también una invitación a “vivir con mayúsculas, negrita y subrayado” (Yanguas et al., en imprenta); es una invitación a vivir con “riesgo”, a salir de la zona de confort personal, a explorar y plantear una manera de vivir la vida —y también la vejez— diferente, más ambiciosa, que busque el máximo desarrollo personal posible junto con los otros.
En realidad no hay una, sino que existen muchas vulnerabilidades (Torralba y Yanguas, en imprenta): a) una vulnerabilidad “somática”, que tiene que ver con el dolor, con la enfermedad, con la fatiga, con la impotencia, con la sensación de fragilidad; b) una vulnerabilidad “psíquica”, que tiene que ver con el deterioro cognitivo, con la sensación de fracaso, con la experiencia de la incertidumbre, con la soledad no deseada, con la reducción de la autonomía personal, con el sufrimiento emocional, etc.; c)una vulnerabilidad “social” ligada a la pérdida de vínculos afectivos, a la jubilación laboral, a la pérdida de un rol social, a la falta de reconocimiento social, a la vulnerabilidad tecnológica, al cambio de entorno y estilos de vida, a la precariedad económica, a los conflictos personales, al maltrato, al cuidado de otras personas, etc.; y d) una vulnerabilidad “espiritual” ligada a la religiosidad, a la búsqueda de sentido, a la proximidad del fin, etc. Pero lo que realmente influye es la manera en la que cada uno afronta sus vulnerabilidades: si lo hace desde la negación, la ocultación, la rebelión, la desesperación, la resignación, la aceptación o la esperanza. En definitiva, si nuestra exposición al riesgo, a una carencia o a una debilidad activa nuestra capacidad de respuesta ante lo desconocido y estimula una respuesta (preferiblemente con otros). En otras palabras: si vivir y explorar la vulnerabilidad se convierte en la posibilidad de una vida mejor.
Extraído de la conferencia de Juan Manuel Almarza en el Congreso “La vulnerabilidad de los emigrantes y los derechos humanos”, celebrado en febrero de 2016 en Sevilla.
La fragilidad (en términos geriátricos) es adquirida (tiene que ver con cumplir años) y es propia del individuo, negativa e inconsciente. La vulnerabilidad es intrínseca al ser humano, pero no está relacionada con la edad; es consciente (podemos ser conscientes de nuestra vulnerabilidad), es colectiva (podemos asumir la de otros) y puede ayudarnos a crecer y desarrollarnos (no es, por lo tanto, siempre negativa). Diferenciar ambos términos es fundamental si queremos, al menos, explorar otras posibilidades.
La fragilidad (en términos geriátricos) es adquirida (tiene que ver con cumplir años) y es propia del individuo, negativa e inconsciente. La vulnerabilidad es intrínseca al ser humano, pero no está relacionada con la edad; es consciente (podemos ser conscientes de nuestra vulnerabilidad), es colectiva (podemos asumir la de otros) y puede ayudarnos a crecer y desarrollarnos (no es, por lo tanto, siempre negativa)Pero, además —y esto es esencial—, la fragilidad (tal como se conceptualiza en el mundo “geriátrico”) tiene un origen biológico asociado al hecho de cumplir años (la vejez no trae obligatoriamente la dependencia, pero si la fragilidad) y es propia del cuerpo. La vulnerabilidad, en cambio, no es propia del cuerpo —aunque pueda emanar de él—; es de la persona y tiene múltiples dominios: físico (me siento “incapaz” porque mi cuerpo me emite señales), psicológico, social, espiritual…, que van más allá de lo biológico / físico / corporal. Se genera con base en el cuerpo, pero trasciende a él, porque tiene que ver con las emociones, con las experiencias (y, por lo tanto, con nuestra biografía), con nuestras relaciones, con nuestro pensamiento; es, por lo tanto, única y, en definitiva, corresponde a otra categoría. Cuando comparamos fragilidad con vulnerabilidad (o, al menos, con la mirada de la vulnerabilidad comentada en este trabajo), cometemos lo que Ryle llamaba un “error categorial” y, además, dejamos de entender algo básico en la persona: que la vulnerabilidad surge del “viaje” que decía Ramón Bayés.
El cómo vivimos y afrontamos nuestras vulnerabilidades y las emociones ligadas a ellas —en definitiva, cómo nos tomamos la vida— (si buscamos desarrollarnos o nos resignamos, por ejemplo) es, sin duda alguna, un “modulador” extraordinario del proceso de envejecimiento que escasas veces se explicita. Para ello debemos de comprender que fragilidad y vulnerabilidad no son sinónimos; que la vulnerabilidad, además de ser variada y tener repercusiones negativas, puede ser la llave que abre la puerta de un envejecimiento diferente o, mejor dicho, de vivir una vida distinta.
El filósofo Aurelio Arteta plantea esta cuestión en su ensayo A fin de cuentas. Nuevo cuaderno de la vejez (Arteta, 2018): “Igual que el joven y el maduro suelen marcarse por adelantado unos fines y unos medios, unas metas y su curso hacia ellas, ¿no deberá hacer algo parecido el anciano sensato mientras pueda, y con mayor razón todavía si esos fines y metas son por definición más irrevocables que los recorridos por las edades anteriores?”. Interpretando lo anterior, la vejez, que cada vez se expande más en el tiempo, demanda un proyecto de vida personal, a la vez que el identificar socialmente qué se espera de esta vejez que no dura (afortunadamente) años, sino décadas. Asumir y afrontar la vulnerabilidad de manera positiva abre la escotilla que conduce a ello, a la vez que modula de forma positiva nuestro proceso de envejecimiento. Paradigmas basados en la actividad y la prevención, en “seguir como estoy” (física, cognitiva o socialmente), no conciben la vejez como una etapa de desarrollo, que es, en parte (también existe —¡cómo no!— la dependencia), en lo que se ha convertido esta etapa vital, que demanda, para ser vivida, la asunción de más riesgos (vulnerabilidad) que seguridades.
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Los seres humanos no dejamos de ser otro tipo de hominoide, uno más de los otros 180 que existen, más o menos. Sin embargo, hay cosas que nos hacen algo diferentes, y una de ellas es que vivimos más. No se sabe claramente por qué somos tan longevos; de hecho, algunos de nuestros fenotipos serían desfavorables a una mayor longevidad: uno de ellos es el desarrollo del cerebro y otro es nuestra función reproductora, que es mucho mayor que la de otros monos, al menos en entornos naturales, y ambos suponen un gasto de energía que se opone a la longevidad. Sin embargo, una adaptación saludable que hemos desarrollado es la capacidad de almacenar grasa, que, aunque cuando se almacena a nivel subcutáneo estéticamente puede percibirse como negativo, en realidad es muy bueno. De hecho, el problema de la obesidad, desde el punto de vista de la salud, es que no se almacena suficiente grasa en el tejido subcutáneo y, en su lugar, se almacena en la zona visceral. No obstante, cuando ponemos este “fenotipo ahorrador” en un entorno como el de hoy en día, donde el acceso a la comida es muy fácil y no necesitamos movernos para sobrevivir, almacenamos más grasa de lo normal. Otro tejido muy importante, que constituye una gran parte de nuestro cuerpo, es el músculo. El músculo está en constante comunicación con el resto de los tejidos, entre ellos el tejido adiposo, y posiblemente nuestra actividad muscular nos hace también diferentes de otros monos.
Posiblemente seamos el único mamífero para el cual lo que de verdad es importante para sobrevivir es la resistencia muscular y la eficiencia, porque hemos evolucionado para ser cazadores recolectoresSomos el único mono —y, de hecho, el único animal— que anda en bipedestación, y eso tiene bastantes implicaciones para algo que ocurre a edades avanzadas, en concreto cuando empezamos a perder nuestra capacidad para caminar y aumenta el riesgo de caídas. Porque caminar no es tan fácil: implica un equilibrio que perdemos con la edad. ¿Pero por qué nos volvimos animales bípedos? Quizás fuimos un mono muy valiente que, cuando se empezó a deforestar África, decidió adentrarse en la sabana para cazar, lo que implicaba más exposición solar, y posiblemente la bipedestación sea más efectiva para la termorregulación. La razón también puede haber sido más práctica, pues las hembras tenían que portar a las crías y no es muy eficiente hacerlo a cuatro patas.
Otra faceta importante que nos diferencia de otros homínidos es que, para los seres humanos, la potencia —la explosividad muscular— no es una ventaja evolutiva (Houweling et al., 2018). Posiblemente seamos el único mamífero para el cual lo que de verdad es importante para sobrevivir es la resistencia muscular y la eficiencia, porque hemos evolucionado para ser cazadores recolectores. De hecho, nuestro genoma, que no ha cambiado tanto desde el Paleolítico, está diseñado para que seamos cazadores recolectores. Por tanto, la ingesta calórica está necesariamente ligada al ejercicio que hagamos. Además, somos el único mamífero cuyas capacidades aeróbica —resistencia— y cognitiva han evolucionado a la vez, lo que nos permitió cazar en grupos o perseguir animales de presa incluso hasta llevarlos al golpe de calor (Noakes y Spedding, 2012).
La profesora y neurogenetista North (North, Yang, Wattanasirichaigoon, Mills y Beggs, 1999) descubrió lo que originalmente creía que podía ser una causa de enfermedad(es): una variación genética (variante R577X en el gen ACTN3, que codifica la proteína alfa-actinina-3) que hace que, si somos homocigotos (XX) para la misma, no fabriquemos alfa-actinina-3, una proteína responsable de que los sarcómeros (las verdaderas unidades funcionales de nuestros músculos) se contraigan con explosividad. Dicha variación genética no la tienen nuestros hermanos los monos, solo nosotros, y posiblemente la adquirimos cuando viajamos de África al entorno euroasiático. Esta variación nos hizo ser más eficientes y más resistentes, y no se asocia a enfermedad alguna. Aproximadamente un billón de personas presenta el genotipo XX para esta variación, con una gran proporción de centenarios entre ellos.
¿Qué ha pasado con los seres humanos? Que, en apenas tres generaciones, hemos cambiado nuestro estilo de vida hasta volvernos inactivos e incluso sedentarios. Sedentario no es lo mismo que inactivo (¡es aún peor!): sedentario es estar sentado en el sofá o delante del ordenador durante horas, mientras que inactivo es no hacer suficiente actividad física; es decir, no cumplir las recomendaciones mínimas de la Organización Mundial de la Salud (OMS), según las cuales cualquier adulto ha de caminar a paso ligero por lo menos 150 minutos a la semana (o hacer al menos 10 000 pasos al día, dicho de un modo general). El problema es que nuestra biología no ha cambiado tan rápidamente, y eso ha llevado a una mala adaptación. De hecho, hay científicos que han estudiado tribus del mundo que todavía siguen un estilo de vida ancestral, para los cuales la actividad física forma parte esencial de su vida: si no hacen actividad física no pueden comer (O’Keefe, Vogel, Lavie y Cordain, 2011). Un artículo reciente en la revista Lancet (Kaplan et al., 2017) estudió a la tribu de los chimanes (o tsimané) de Bolivia: en una cohorte de 700 personas, el 65 % de aquellos con más de 75 años mostraba una incidencia de enfermedad cardiovascular de placas de calcio igual a cero. ¿Qué les diferencia de los occidentales? Los 40 000 pasos que dan al día.
Estamos diseñados para quemar, en actividad física, 1000 kilocalorías al día (O’Keefe et al., 2011). Es verdad que la restricción calórica podría aumentar la vida, pero no se ha demostrado realmente en seres humanos. Además, esta no es la estrategia que está de acuerdo con nuestro genoma; lo que está de acuerdo con nuestra biología es lo contrario: gastar 3000 kilocalorías al día, 1000 de las mismas haciendo actividad física (el equivalente a caminar unas dos o tres horas al día). Esto fue lo que hizo el poeta romántico William Wordsworth (1770-1850), que anduvo 16 kilómetros diarios a lo largo de su vida. Esta es la lección que falta en las clases de Medicina: ¿qué ejercicio deben prescribir los médicos? (Lucía, Foster, Pérez y Arenas, 2008). Deberíamos hacer una etapa del Camino de Santiago (al menos de las cortas) todos los días; esa es la actividad física que equivale a quemar 1000 kilocalorías al día.
Es verdad que la restricción calórica podría aumentar la vida, pero no se ha demostrado realmente en seres humanos. Además, esta no es la estrategia que está de acuerdo con nuestro genoma; lo que está de acuerdo con nuestra biología es lo contrario: gastar 3000 kilocalorías al día, 1000 de las mismas haciendo actividad física (el equivalente a caminar unas dos o tres horas al día)No hacer actividad física regularmente conlleva un problema de salud que está empezando en la infancia y en la adolescencia y que es más marcado en el sexo femenino. Casi la mitad de los adultos de todo el mundo ni siquiera cumplen las citadas recomendaciones mínimas (≥150 minutos/semana) de la OMS. Habitualmente se recomienda ejercicio moderado, pero ¿por qué moderado? La evidencia muestra un beneficio dosis / respuesta, al menos hasta un cierto punto. Es verdad que, si llevo 20 años siendo sedentario y tengo arteriosclerosis y placas de calcio, y de repente quiero correr un maratón dentro de un mes, será malo. Pero si se hace bien, los beneficios son en gran medida “dosis-respuesta”. Así, una capacidad cardiorrespiratoria (consumo pico de oxígeno o VO2pico) de menos de 8 MET —que es lo que equivale a hacer jogging— se asocia a un perfil cardiovascular muy desfavorable; por el contrario, con 10 u 11 MET —es decir, si puedes correr relativamente cómodo y tienes una edad adulta—, el riesgo de mortalidad cardiovascular es cercano a cero.
Hacer ejercicio regularmente disminuye la incidencia de lo que podríamos llamar “enfermedades de la civilización” (Lee et al., 2012). Muchos de los beneficios del ejercicio son independientes de factores de riesgo tradicionales como, por ejemplo, niveles de colesterol o adiposidad. Cuando nos hacemos mayores, el sistema simpático se regula al alza para que tengamos más termogénesis, pero eso tiende a cerrar más nuestros vasos sanguíneos según envejecemos. El ejercicio lo que hace es lo contrario: aumentar la actividad parasimpática.
Hacer ejercicio regularmente disminuye la incidencia de lo que podríamos llamar “enfermedades de la civilización”. Muchos de los beneficios del ejercicio son independientes de factores de riesgo tradicionales como, por ejemplo, niveles de colesterol o adiposidadLos miembros del equipo de un investigador ya fallecido, Bengt Saltin (Steensberg et al., 2000), observaron que, después de un maratón, los corredores tenían niveles muy elevados de interleucina 6 (IL6) —una citoquina teóricamente pro-inflamatoria—, algo que les extrañó. Entonces, dado que durante un maratón los músculos se contraen, plantearon la hipótesis de que la IL6 pudiese venir de los músculos en contracción. El primer experimento que plantearon fue sacar sangre de ambas venas femorales (que drenan sangre de ambos muslos) haciendo que los músculos del muslo de una extremidad inferior se contrajesen, pero los de la otra no, con lo que constataron que salía mucha más IL6 del muslo cuyos músculos estaban trabajando. Unos años después se ha descubierto que, en efecto, el ejercicio es una fuente de mioquinas (no solo IL6, sino muchas otras moléculas), que tienen un efecto similar a un fármaco; la mayoría son péptidos y citoquinas que van por la sangre y que suelen hacer su acción en otros tejidos (por lo que se comportan como hormonas). Lo curioso es que, cuando las libere el músculo, posiblemente tengan un efecto muy diferente que cuando las liberen otros tejidos, como el tejido adiposo; por ejemplo, hay mioquinas protectoras contra el cáncer (la citada IL6, la oncostatina-M o la SPARC). Y es lógico: tiene que haber un sustrato biológico para los múltiples beneficios del ejercicio.
Uno de los efectos del aumento de la longevidad, y más en un país tan longevo como España, es el aumento de la prevalencia de la sarcopenia. Este proceso de pérdida de masa y función del tejido muscular se produce en todos los mamíferos, pero es más marcado en nuestra especie debido a la baja actividad física y a nuestra longevidad. La sarcopenia afecta especialmente al grupo de población que más rápidamente está creciendo: la población de más de 80-85 años (que se conoce en el mundo anglosajón como oldest old). Lo curioso es que en casi todos los ensayos clínicos se excluye, precisamente, a este grupo de población.
Una persona con sarcopenia tiene mucha pérdida de masa muscular, y este fenómeno se refleja a nivel práctico como la incapacidad para andar a una velocidad de al menos un metro por segundoUna persona con sarcopenia tiene mucha pérdida de masa muscular, y este fenómeno se refleja a nivel práctico como la incapacidad para andar a una velocidad de al menos un metro por segundo. La sarcopenia aumenta el riesgo de fragilidad, de caídas, de hospitalización y de institucionalización. El ejercicio posiblemente tenga un efecto atenuante en la sarcopenia, incluso en lo que los geriatras llaman el “punto de no retorno”, cuando la reserva funcional está ya casi a cero. Realizamos un ensayo clínico con pacientes hospitalizados de 85 o más años, que realizaron durante su hospitalización ejercicios de fuerza de extremidades inferiores y caminaron varias veces al día (Fleck et al., 2012), y los resultados muestran que con este ejercicio mejora la capacidad funcional en el momento del alta.
Tenemos un sistema sanitario del que deberíamos sentirnos muy orgullosos, pero ¿qué ocurre? Que nuestros oldest old entran en un hospital con neumonía y salen sin neumonía, pero en silla de ruedas, porque están tumbados e inmovilizados durante la fase de hospitalización. Simplemente con hacer que se muevan, levantándose de una silla a modo de “sentadilla” varias veces al día, saldrían menos confundidos del hospital y menos dependientes, pero no hay ningún hospital del mundo en donde se emplee el ejercicio de verdad para este tipo de personas, porque se considera que es algo demasiado grosero en esta época de terapias moleculares, en nuestra sociedad “medicalizada”.
Este es uno de los múltiples ensayos que se pueden hacer. Pero solo hay una cosa de la que estoy seguro, y es que en todos los ensayos clínicos de ejercicio que he hecho me he “quedado corto” con el ejercicio. No hay fármaco que consiga los mismos resultados, porque el envejecimiento no es algo que ocurre dentro de una célula en cuestión; es algo que ocurre en todo el cuerpo y en todos los tejidos, es un problema multisistémico que afecta a todas las células y a la forma en que se comunican unas con otras. Solo el ejercicio tiene ese efecto multisistémico.
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En la Figura 1 se muestra la esperanza de vida al nacer desde la Edad del Bronce hasta el final del siglo XX. Desde luego, hasta la época de Napoleón (siglo XIX) se trata de estimaciones realizadas por Baltes, Reese y Lipsitt (1980) de lo que se supone que ha ocurrido a lo largo de esas épocas históricas. En breve, la esperanza de vida se estima en, aproximadamente, 36 años, siendo mayor en hombres que en mujeres. Esta constante demográfica no varía significativamente hasta el siglo XX, aunque comienza su exponencial aumento a mediados del siglo XIX (paralelamente a la Revolución Industrial y a los descubrimientos médicos y educativos) que, en países como España, se duplica la esperanza de vida en el siglo XX.
Desde el modelo social cognitivo, a lo largo de la historia, tanto del individuo como de la especie, se producen miles, millones de transacciones entre la persona, su conducta y el contexto social y físicoEllo expresa, sin lugar a dudas, el éxito de la humanidad, de nuestra especie y nuestra organización social, puesto que representa algo tan extraordinario como la adaptación desde una perspectiva biopsicosocial del ser humano. Por supuesto, ese desarrollo ocurre en constante transacción con el contexto sociocultural. Es decir, como señala Albert Bandura, desde el modelo social cognitivo, a lo largo de la historia, tanto del individuo como de la especie, se producen miles, millones de transacciones entre la persona, su conducta y el contexto social y físico. Por tanto, la vida humana y la persona se construyen al tiempo que se construyen el medio en el que habita y su organización; es decir, en términos de lo que aquí se debate, el ser humano modula el contexto y es modulada por él.
Pero centrándose en la época en la que comienza el cambio de tendencia, cabe preguntarse: ¿qué sucedió del 1850 al 2005 para que se produjese el incremento exponencial de la esperanza de vida (en mujeres de países escogidos) del que informan Christensen et al. (2009)? La Figura 2 parece particularmente ilustrativa, porque examina la esperanza de vida entre 1850 y 2005, poniendo de relieve: 1) la influencia del contexto en la esperanza de vida por cuanto pueden observarse los efectos de las dos guerras mundiales; y 2) que este cambio de tendencia ocurre en países escogidos (Reino Unido, Francia, Alemania, Japón, Suecia y Estados Unidos) que los autores consideran de “buenas prácticas”. ¿Qué significa buenas prácticas? Se refieren a mujeres en contextos que cuentan con sistemas sociales avanzados, pero hay que resaltar que no operacionalizan la buena práctica, sino que presentan las esperanzas de vida más altas, que, a su vez, están asociadas a las condiciones de salud y, por supuesto, al decremento de la mortalidad y la prolongación de la vida.
Además, estos autores concluyen que el hecho de que la esperanza de vida siga con la misma pendiente de crecimiento implica que no podríamos establecer un tope, un techo de vida humana; es decir, que el supuesto axioma del techo de vida de la especie Homo sapiens sapiens entre 115 y 118 años es puesto en cuestión.
¿A qué se atribuye ese incremento extraordinario de la esperanza de vida y, con ello, la longevidad? Los autores establecen cuatro esenciales razones: 1) las revoluciones industriales, tecnológicas y de la comunicación y la biotecnología (la primera en el s. XVIII; la segunda en el s. XIX; la tercera en el s. XX); 2) la revolución higienista, que culmina con el descubrimiento casual de la causa de las fiebres puerperales, en este caso, la asepsia médica; 3) los avances extraordinarios en educación y comunicación; y, 4) el desarrollo humano: educativo, ambiental, socioeconómico y sociopolítico.
Hay que recordar que el “cambio exponencial” de la esperanza de vida se establece en una época determinada de la historia en la que podríamos decir que imperaban valores de esfuerzoTodos estos factores aparecen en el modelo de la OMS (2002) sobre el envejecimiento activo. En él se define el envejecimiento activo como “el proceso de optimización de las oportunidades de salud, participación y seguridad en orden a mejorar el bienestar y la calidad de vida según se envejece”. A esta definición tendríamos que añadir que, más tarde, en 2011, a la salud, la participación y la seguridad se incorpora la educación a lo largo de la vida, añadida por el Instituto Internacional del Envejecimiento de Brasil (presidido por Alex Kalache). Siendo críticos con esta definición, tendríamos que resaltar que, mientras salud y participación son, indudablemente, resultados o criterios del proceso de envejecimiento, seguridad (es decir, sistema de protección: pensiones, salud, servicios sociales) y educación implican claros determinantes del envejecimiento saludable frente al patológico, por cuanto la OMS incluye en la definición de envejecimiento activo un error epistémico y metodológico, al confundir variables dependientes o independientes, o en otras palabras, explanan con explanandum (véase Fernández-Ballesteros et al., 2011).
¿Que determina el envejecimiento activo y saludable? En el mismo documento de la OMS (2002) se establecen los determinantes del envejecimiento, que podemos observar en la Figura 3.
Encontramos los siguientes determinantes poblacionales que, como señalábamos anteriormente, se fueron enriqueciendo a lo largo de los siglos XIX y XX. En este modelo se establecen todos estos factores: económicos, socioeducativos, el ambiente tanto físico como social, los servicios sociales y sanitarios y, como factores transversales, la cultura y el género. Sin embargo, conviene resaltar que no se especifica qué aspectos culturales son los más relevantes y no se mencionan, por ejemplo, los valores culturales que intervienen tanto en los determinantes poblacionales como individuales. Por ejemplo, cuando hablamos de que las niñas que han nacido después del 2000 tienen un 50 % de probabilidad de llegar a centenarias, cabe preguntarse: ¿cómo van a ser o están siendo educadas? Hay que recordar que el “cambio exponencial” de la esperanza de vida se establece en una época determinada de la historia en la que podríamos decir que imperaban valores de esfuerzo. ¿Las nuevas generaciones, educadas en valores hedonistas, van a mantener esa tendencia? Porque vivir y ser longevo, llegar a 100 o más años, requiere de un extraordinario esfuerzo por parte del propio individuo y de la sociedad.
Además, entre los determinantes del envejecimiento, la OMS añade, a nivel del individuo, dos grupos de factores: 1) personales, como los biológicos / genéticos y psicológicos (funcionamiento intelectual, emocional, etc.), y 2) conductuales, entre los que se encuentran los estilos de vida. Es decir, conviene resaltar que la OMS considera que el comportamiento humano y otros factores psicológicos son determinantes en el envejecimiento.
Finalmente, conviene resaltar que, en la Figura 3, todos esos determinantes conllevan la interacción de factores macrosociales (poblacionales) con factores individuales: biológicos y genéticos, pero también, claramente, psicológicos y comportamentales. Creo que esto no se tiene en cuenta cuando se atribuye la salud a factores socioeconómicos, ya que tanto la renta per cápita como el producto interior bruto (PIB) de un determinado país y su distribución depende de lo que hacen los ciudadanos en relación con los contextos que habitan, que a su vez influyen o incluso suscitan también sus conductas.
Conviene comenzar resaltando que este es un importante y amplio apartado de la psicogerontología imposible de abordar en su extensión aquí. La persona interesada puede revisar una reciente revisión (Fernández-Ballesteros, 2017) y aquí solo podrá encontrar un apretado resumen. Así, los determinantes psicológicos y comportamentales de los que existen soporte empírico de su rol en el envejecimiento son los siguientes:
Comenzando por los determinantes comportamentales, en la Tabla 1 se presentan algunos meta-análisis que ponen de relieve los efectos benéficos de ciertas conductas sobre la longevidad y salud (para una extensión véase Fernández-Ballesteros, 2008, 2017).
Uno de los problemas asociados a la edad es el deterioro. El objetivo es examinar cómo se comporta el funcionamiento cognitivo a lo largo de la vida del individuo teórica y empíricamente, así como qué cambios han acontecido a lo largo de la historia reciente y, finalmente, qué ocurre en los últimos años de la vida.
Los autores concuerdan en que existe un tipo de inteligencia con una fuerte base biológica que comienza a declinar tempranamente (como así ocurre en la velocidad de procesamiento) y otro tipo de inteligencia con una gran carga cultural que se mantiene bastante bien conservada a altas edades de la vida. Ese primer tipo de inteligencia Cattell (1963) lo denomina “fluida” y Baltes (1987) “mecánica”, mientras que el segundo Cattell lo denomina “cristalizada” y Baltes, “pragmática” —como se puede observar en la Figura 4—. Podemos concluir que a lo largo de la vida existe tanto crecimiento como declive.
Sin embargo, el hecho de que se encuentren dos tipos de inteligencia con distintas trayectorias de estabilidad y declive no desmerece la importancia del incremento del funcionamiento intelectual y, concretamente, del cociente intelectual (CI) y su importancia no solo inter e intraindividual (las diferencias entre los individuos y las diferencias a lo largo de la vida en inteligencia fluida y cristalizada en el individuo), sino a través de las generaciones. Esto también ha sido rigurosamente estudiado y merece la pena resaltarlo.
En la Figura 5 podemos observar que en distintos países ha ocurrido un fenómeno común en los test de inteligencia llamado “efecto Flynn” (Flynn, 2007), a saber, el incremento constante del cociente intelectual a lo largo del siglo XX (en la figura se muestra de 1942 a 1992). En otras palabras, podemos observar que, paralelamente al incremento constante de la esperanza de vida, también puede observarse un incremento del CI a partir de la creación de los test de inteligencia, que emergen, precisamente, a principios del siglo XX (véase la figura 2). Evidentemente, ello no tiene por qué implicar causación —dado que es posible que estemos confundiendo errores procedentes de cambios socio-históricos y culturales no medidos que estén ocurriendo en las cohortes mayores—, pero sí es sugerente de una fuerte asociación estadística nada desdeñable que implicaría el incremento de la inteligencia a lo largo de la historia de la humanidad, de lo cual hay pruebas de todo tipo.
Pero aún hay más: a pesar del reputado CI y su constante aceleración que muestra el “efecto Flynn”, la inteligencia se muestra en distintas aptitudes mentales primarias, que Thurstone (1939) estableció en las siguientes: razonamiento, velocidad, espacial, numérico, fluidez verbal y memoria. Schaie (2005 a, 2005b) examino diferencias de aceleración y deceleración al examinar los cambios ocurridos en estudios longitudinales y de cohorte realizados. Así, en la Figura 6 podemos observar que en la historia reciente (a lo largo del siglo XX) existen funciones intelectuales que se incrementan (por ejemplo, el razonamiento) y otras —las menos— que declinan (por ejemplo, el cálculo aritmético), que la mayor parte de las aptitudes mentales mejoran a largo de las distintas cohortes del siglo XX y que, por tanto, en todos estos estudios las cohortes más jóvenes presentan un funcionamiento intelectual más alto que el ocurre en las más antiguas.
Finalmente, en gran parte de estudios longitudinales se aprecia que el funcionamiento intelectual está asociado con la mortalidad. La Figura 7 presenta la relación existente entre la magnitud del funcionamiento intelectual, tanto fluido (razonamiento) como cristalizado (comprensión verbal), con la muerte. Esta figura puede ser interpretada mediante dos hipótesis esenciales: en primer lugar, que las personas de más alta inteligencia viven más y, en segundo lugar, que antes de la muerte se produce un declive en el funcionamiento intelectual tanto fluido como cristalizado, denominado drop-out —que no es el momento de describir aquí— (véase Rabbitt, Digkle, Holland y McInnes, 2004).
En resumen, los datos presentados nos permiten concluir lo siguiente: 1) el funcionamiento intelectual durante el siglo XX aumenta en paralelo al incremento de la esperanza de vida; 2) existen cambios socio-históricos asociados a ese incremento de las capacidades intelectuales, y 3) el funcionamiento intelectual, tanto el fluido como el cristalizado, aparece asociado a la muerte y la longevidad.
La personalidad o, mejor dicho, las variables con las que se describe la personalidad, son consideradas tendencias de respuesta o variables estilísticas que contribuyen a dar estabilidad a la conducta del individuo; sin embargo, conviene empezar resaltando que tales variables se generan por la interacción de factores ambientales e individuales (genéticos, familiares, sociales, etc.). En definitiva, la personalidad es un producto de las transacciones, a lo largo de la vida, entre el individuo y su contexto. Cabe preguntarse: ¿existe relación entre la personalidad y la longevidad?
La respuesta más concisa pasa por el examen de meta-análisis recientes. Así, Jokela et al. (2013) examinan a 76 150 participantes (54,4 % de mujeres y edad media en la línea base de 50,9 años) procedentes de varios estudios realizados en distintos países a través de cinco factores de personalidad (extraversión, neuroticismo, sociabilidad, tenacidad y apertura a la experiencia) y del factor de riesgo de muerte por cualquier causa. Los resultados son concluyentes: una baja tenacidad (baja persistencia, pobre autocontrol) y una baja capacidad de planificación a largo plazo están asociadas a un elevado riesgo de mortalidad, teniendo en cuenta la edad, el sexo y la etnicidad / nacionalidad. Los individuos situados en el tercil más bajo de tenacidad presentan un 1,4 más alto riesgo de muerte (hazard ratio = 1,37; 95 %; intervalo de confianza: 1,18-1,58) comparado en el más alto. Esta asociación permanece después del ajuste de las conductas o estilos saludables (Bogg y Roberts, 2004).
El afecto negativo (o la depresión) aparece claramente asociado, en general, a la enfermedad, a la demencia y a la mala salud mental, y en contraste, el afecto positivo reduce la probabilidad de mortalidad en personas mayores. Chida y Steptoe (2008) realizaron una revisión utilizando meta-análisis sobre los artículos publicados en relación con la asociación entre bienestar, salud y mortalidad. Ello pone de relieve el papel protector del bienestar en ambas poblaciones mayores saludables y patológicas al tiempo. Siguiendo la hipótesis broaden-and-build, se postula que el afecto positivo es un amplificador de recursos del individuo (Fredrickson y Levenson, 1998).
El ejercicio del control a lo largo de la vida se ha mostrado un factor relevante en la predicción de la salud y parece actuar de manera relevante en estilos de vida saludables (véase, por ejemplo, Bandura, 1997). Dado que tampoco es posible examinar debidamente este importante tema, tan solo vamos a presentar los efectos de una forma de control percibido: la autopercepción sobre el propio envejecimiento. Así, Levy reanaliza datos del estudio longitudinal OLSAR (Levy, Slade, Kunkel y Kasl, 2002). En el análisis de la supervivencia / mortalidad de los participantes (N = 600) se puso de relieve que, con base en lo que había sido medido unos 23 años antes, aquellos participantes con una autopercepción positiva respecto al propio envejecimiento vivieron 7,5 años más y, además, presentaban una mejor salud a lo largo del estudio que aquellos que informaron percibir negativamente su envejecimiento (Levy, Slade y Kasl, 2002). Finalmente, es importante resaltar que en nuestros estudios, en los que hemos contrastado los efectos de programas de promoción del envejecimiento activo, uno de los factores que se modifican es, precisamente, la autopercepción del propio envejecimiento (Caprara et al., 2013).
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Es difícil hacerse a la idea de ver a una persona anciana caminando con un exoesqueleto. Generalmente se utilizan en el proceso de rehabilitación de personas que han sufrido algún trastorno neurológico asociado al envejecimiento. Por tanto, es una tecnología que, en el proceso clínico, se utiliza para intentar promover la recuperación de la función que se ha perdido (que puede ser la marcha, por ejemplo) y que incide mucho sobre la capacidad de independencia de estas personas.
Se trata de dispositivos neuroprotésicos que asisten al movimiento, pero en lugar de ser mediante un dispositivo robótico, lo asisten a través de la estimulación de las propias estructuras del cuerpo humano, en este caso de los músculosExactamente la misma tecnología también se puede utilizar en personas que están en una fase crónica, en la que no es previsible que haya una recuperación funcional. En este caso la tecnología es útil para normalizar esa función y facilitar que, en lugar de una silla de ruedas —que es a lo que podría estar abocada una persona en concreto—, pueda continuar caminando, pero con una ayuda técnica.
Hay otro tipo de tecnologías que son más transparentes y, por tanto, son menos visibles. Lo anterior es muy aparatoso, es un exoesqueleto. En este caso se trata de dispositivos neuroprotésicos que asisten al movimiento, pero en lugar de ser mediante un dispositivo robótico, lo asisten a través de la estimulación de las propias estructuras del cuerpo humano, en este caso de los músculos.
El desarrollo de un temblor esencial es un trastorno muy prevalente y se estima que en torno al 65 % de las personas que desarrollan este tipo de condiciones tienen las actividades de la vida cotidiana afectadas en alguna medida (Rocon, Belda-Lois, Sanchez-Lacuesta y Pons, 2004). Fundamentalmente hay dos formas de abordarlo: una es la medicación, dado que algunos de estos pacientes responden a medicamentos; otro abordaje es la estimulación cerebral profunda, que implica una técnica quirúrgica por la que se implanta un electrodo en zonas cerebrales, que intenta bloquear el oscilador neurológico que, como consecuencia, da lugar a un temblor. Pero estos dos tipos de tratamientos no cubren con eficacia al total de la población que tiene este tipo de trastornos. Además, la medicación tiene efectos secundarios y su eficacia se reduce con el tiempo (Olanow, Schapira y Rascol, 2000), y la estimulación cerebral profunda (DBS) se relaciona con riesgo de hemorragia intracraneal (Kleiner-Fisman et al., 2006) y problemas psiquiátricos (Piasecki y Jefferson, 2004) y, además, el porcentaje de pacientes elegibles es bajo (Morgante et al., 2007).
Por ello, el objetivo era buscar alternativas. Partimos de unos estudios previos que habían observado que, si tenemos un temblor patológico, el temblor disminuye cuando nosotros cogemos un peso con nuestros brazos, y en la medida en que se va incrementando el peso, esa disminución es mayor, hasta un punto en el que, si se incrementa demasiado el peso, se excitan otro tipo de movimientos patológicos que tienen que ver con la activación de reflejos, etcétera. Eso es lo que llamó nuestra atención y, a partir de ahí, empezamos a plantear posibles soluciones o alternativas para estas personas. Es una historia de 12-15 años que implica cuatro proyectos europeos consecutivos, algo que quiero resaltar porque una de las conclusiones es que hacen falta programas potentes con un enfoque multidisciplinar que permitan abordar este tipo de temas. El objetivo de los cuatro proyectos en cascada era, fundamentalmente, generar alternativas para suprimir el temblor y, además, también generar el conocimiento que nos permita, por ejemplo, tener un pronóstico temprano de si una persona va a desarrollar este tipo de enfermedades, aunque sea válida.
Lo que planteamos como solución tecnológica hace 12-15 años es un robot (Figura 1). Nos basábamos, como decíamos antes, en el conocimiento previo sobre la carga y el efecto que tiene sobre la supresión del temblor. Fundamentalmente, lo que hacemos con este robot es amortiguar el temblor, igual que el amortiguador del coche amortigua los baches que nosotros sentimos. Es decir, hay un oscilador central que se propaga a toda la musculatura, y nosotros tenemos un dispositivo puramente mecánico con el cual intentamos atenuar ese temblor para que el movimiento voluntario prevalezca sobre el involuntario, que es el temblor.
El problema fundamental de esta tecnología no es el resultado, que es positivo. El problema es de usabilidad: nadie se plantearía ir por la calle con un exoesqueleto para suprimir el temblor, aunque haya un beneficio claroEn la Figura 2 se presenta un resumen de la investigación clínica que se hizo con el dispositivo. El eje vertical representa el grado de atenuación. El 100 significa que no hemos hecho nada, ni hemos suprimido ni hemos aumentado el temblor. El eje de las X es la severidad inicial del temblor de la persona con la que estamos ensayando; es decir, las personas situadas más a la derecha tienen temblores más severos, mientras que las personas que están más a la izquierda tienen temblores de partida menos severos. Los distintos puntos son distintos pacientes que hemos involucrado. Como se puede observar, para temblores severos fundamentalmente hay mejoras siempre, y solamente en los temblores menos severos, que son los que menos afectan a las actividades de la vida diaria, hay algún caso en el que o no hacemos nada o incluso empeoramos la situación (Rocon et al., 2007).
El problema fundamental de esta tecnología no es el resultado, que es positivo: con estos niveles de atenuación, personas que, por ejemplo, no podían beber anteriormente o no podían manejar sus carteras, sacar tarjetas, etc., podrían hacerlo. El problema es de usabilidad: nadie se plantearía ir por la calle con un exoesqueleto para suprimir el temblor, aunque haya un beneficio claro.
Por tanto, pasamos al segundo proyecto, en el que intentamos aprender del anterior y proponer soluciones tecnológicas un poco más avanzadas que profundizasen en la usabilidad. Lo que proponíamos eran soluciones cuyo principio de funcionamiento es exactamente el mismo, solo que en lugar de utilizar un robot, como veíamos anteriormente, tenemos una serie de textiles con unos electrodos, con los cuales estimulamos los músculos. De esta forma, es el mismo músculo el que estimulamos para suprimir el temblor (Figura 3).
Pensábamos que esto podía ser una solución más aceptable para las personas. Además, queríamos saber exactamente qué era lo que estábamos provocando internamente, a nivel central periférico, que hacía que se suprimiese el temblor. Por lo tanto, estábamos mirando a distintos niveles: el encefalograma, el electromiograma, el movimiento resultante, etcétera.; todo eso nos da mucha riqueza en cuanto a la información que podemos obtener sobre qué es lo que está pasando internamente. De hecho, como consecuencia de este proyecto, con este tipo de soluciones conseguimos reproducir los mismos resultados de atenuación de temblor que teníamos anteriormente (Gallego, Rocon, Belda-Lois y Pons, 2013). En la Figura 4 se puede observar que tenemos exactamente los mismos resultados que veíamos antes.
Con una solución de este tipo, ya sin ningún robot, se consigue en la misma medida un movimiento más estabilizado, lo cual permite esas mejoras desde el punto de vista de las actividades de la vida cotidiana. El segundo efecto es que identificamos en todas esas señales biomarcadores que permiten adelantar el diagnóstico de este tipo de trastornos neurológicos una media de dos años con respecto al diagnóstico de un neurólogo con las técnicas que tenía anteriormente, con las consecuencias que ello supone en la posibilidad de adelantar los tratamientos, etcétera.
En el desarrollo del proyecto TREMOR nos dimos cuenta de que desaparecía el temblor incluso antes de que estimulásemos los músculos al nivel en el que generaríamos movimiento para oponernos al temblor. Es decir, parecía que de alguna forma estábamos estimulando vías sensoriales. Eso cambiaba los osciladores que permitían que se suprimiese el temblor. Entonces planteamos una solución en la que lo que hacemos es convertir esa tecnología que teníamos anteriormente en un dispositivo inyectable a nivel muscular.
El proceso, que podría parecer doloroso —pero no lo es—, consiste en inyectar internamente en el músculo los electrodos que anteriormente utilizábamos externamente (Figura 5). Esos electrodos cuentan tanto con la parte de medida como con la de estimulación, con lo cual, podemos seguir obteniendo información y estimular los músculos. Con esto reproducimos exactamente los mismos resultados que obteníamos en los dos proyectos anteriores, pero con un dispositivo implantable.
El proceso, que podría parecer doloroso —pero no lo es—, consiste en inyectar internamente en el músculo los electrodos que anteriormente utilizábamos externamenteEn el cuarto proyecto —EXTEND - Bidirectional Hyper-Connected Neural System (BHNS)1 — lo que pretendemos es que ese dispositivo implantable pueda evolucionar hacia una red de dispositivos que podamos implantar en distintas partes del cuerpo y que, de forma coordinada, puedan atenuar estos temblores.
He tomado el ejemplo del temblor para mostrar la evolución desde tecnologías muy invasivas como nanorrobots hasta este tipo de planteamientos que estamos haciendo ahora. Los dispositivos inyectables son inocuos si no se activan para el objetivo que tienen —en este caso es suprimir el temblor—, pero también son aplicables para otro tipo de trastornos, por ejemplo, problemas de marcha.
H2020, ICT-23, 779982.
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Uno de los recursos que utilizamos para entender este contexto y su complejidad es la fotografía. Recientemente publicamos un fotoensayo (Carreño, Franco y Gullón, 2017) cuyo planteamiento era: “vamos a estudiar la alimentación en la ciudad y veremos si lo que estudiamos en la ciudad tiene que ver con la salud de la población”. Esto es lo que llamamos “entorno de alimentación”.
Probablemente la regla número uno entre las recomendaciones de nuestro personal de atención primaria sea: “coma usted más fruta y más verdura”. Bueno, ¿dónde la compro, cómo y cuánto cuesta? En Madrid hay tiendas maravillosas para comprar fruta y verdura, pero entre las de los barrios con diferentes niveles de renta, el precio del kilo de fruta o verdura se puede multiplicar por cuatro. Esta es una de las realidades que estudiamos en nuestras ciudades respecto a la alimentación.
Otro ejemplo hace referencia a la actividad física. En la zona de Ciudad Lineal, el uso de un espacio público —un parque público— se ha adaptado a las necesidades y preferencias de vecinos mayores. En este caso, se pasan las tardes de los martes y los jueves bailando. Mercedes (69 años), vecina del barrio de las Ventas —barrio de clase media—, afirma: “¡Es genial! Este tipo de actividades devuelve la vida a personas mayores como yo. Salimos de casa, apagamos la televisión, ¿y sabes qué? Algunas de estas personas bailan maravillosamente. Mira eso”.
La actividad física que realizamos también está determinada por cómo nos movemos y nos transportamos. Por ejemplo, Javier, un hombre jubilado de 58 años y residente en las Ventas, nos dice que a él, como tiene mucho tiempo, le encanta coger el metro y moverse por la ciudad. Coge el metro aunque sea solo por tomarse una caña con sus amigos. Berta, de 61 años, vive en el barrio de Salamanca —barrio de clase alta— y todos los miércoles se va a tomar una cerveza con sus amigas, y deciden si se quedan a cenar ahí o se mueven a otro sitio. Aquí queremos resaltar la relación entre el género y las actividades que desarrollamos en nuestras ciudades. Este es un uso del entorno poco frecuente entre mujeres de generaciones anteriores.
El consumo de tabaco —muy alto no solo en Madrid, sino en todo el Estado, donde sobrepasamos el 20 % de fumadores habituales— también se relaciona con nuestras ciudades. Por ejemplo, Ana, de 52 años, residente en el barrio de las Ventas, empezó a fumar después de tener a su segunda hija. Ahora baja todas las tardes a fumarse un cigarrillo con su hija y con sus amigas, y para ella es un momento de relajación maravilloso. No tiene ningún problema de salud ni ninguna intención de dejar de fumar, porque para ella este es un momento del día importante.
Lo que queremos resaltar es que la vida diaria de los ciudadanos es importante para entender la relación entre la ciudad y la salud de la población. Cada día se estudia más este concepto de salud urbana, porque, además, en un futuro próximo, la gran mayoría de la población mundial (se estima que más de dos tercios para 2050) vivirá en ambientes urbanos.
Los científicos que estudiamos las ciudades y la salud de sus residentes tenemos el deber de cuantificar la distribución de la salud y la enfermedad en nuestras urbes. Cada vez tenemos más herramientas para entender las desigualdades en salud en las ciudades, para cartografiarlas y para cuantificarlas. Porque las ciudades, los municipios y los distritos ofrecen enormes oportunidades para poder incidir y prevenir o promocionar la salud (Franco, Bilal y Diez-Roux, 2015).
Los científicos que estudiamos las ciudades y la salud de sus residentes tenemos el deber de cuantificar la distribución de la salud y la enfermedad en nuestras urbes. Cada vez tenemos más herramientas para entender las desigualdades en salud en las ciudades, para cartografiarlas y para cuantificarlasEn este caso, lo que nos interesa son las enfermedades crónicas y las desigualdades en el envejecimiento. La revista JAMA —una de las más importantes en el ámbito de la medicina— publicó en 2016 los resultados de un proyecto sobre desigualdades por renta en Estados Unidos y sus resultados en esperanza de vida (Chetty et al., 2016). Entre la esperanza de vida a los 40 años de los hombres norteamericanos que están en el percentil número 1 —rentas más bajas— y la de aquellos que están en el percentil número 100 —rentas más altas—, la diferencia es de 14 años de esperanza de vida (Figura 1). La diferencia de esperanza de vida a los 40 años en mujeres de mayor y menor renta era de 10 años. Es decir, tenemos diferencias por género, pero sobre todo enormes diferencias por renta.
Sabemos que la esperanza de vida del ser humano ha ido aumentando constantemente durante los últimos 150 años, pero los resultados en la actualidad no son iguales para todos. Por ejemplo, la esperanza de vida del 5 % de las mujeres estadounidenses con mayor renta ha aumentado entre 2001 y 2014 en 2,91 años. Por el contrario, la esperanza de vida de las mujeres con menor renta ha aumentado en el mismo período en 0,32 años. Es decir, todos mejoramos, pero mejoramos unos mucho más que otros, y las diferencias se siguen agrandando.
Pero las diferencias en salud no solo vienen marcadas por el nivel socioeconómico individual. No importa solo cuál es tu poder adquisitivo, sino también dónde vives, cuáles son las características sociales y políticas de las ciudades en que vivimos. No es lo mismo vivir en Nueva York que en Detroit, en este caso de estudio (Figura 2). De hecho, cuando estás en el nivel más alto de renta, da igual en dónde vivas, tu esperanza de vida es la misma. En nuestro caso, da igual que vivas en Madrid, en Barcelona o en Cádiz si tienes un alto nivel adquisitivo. Pero si tienes un bajo nivel de renta, la diferencia en esperanza de vida en función del lugar en el que vives puede llegar a ser de ocho años. No es lo mismo vivir en Nueva York que vivir en Detroit para las personas con menos recursos. Por lo tanto, el estudio de la relación entre ciudad y salud importa para todos, pero su relevancia es mayor para los más desfavorecidos.
El caso de Baltimore es un ejemplo paradigmático de desigualdad: la diferencia en esperanza de vida entre distintos barrios de la ciudad es de 18 años (Franco, Bilal y Cooper, 2015). En Madrid la diferencia es de 7 años, en Barcelona es de 9 años y en Londres es de 11 años. ¿Qué explica estas diferencias? ¿Las explican los factores de riesgo individuales? ¿Las explican las políticas públicas? ¿Las explica la ciudad? ¿Las explica el transporte urbano? Realmente lo explican, en mayor o menor medida, todos estos factores. Para poder prevenir las enfermedades crónicas y promover un envejecimiento saludable, es muy importante que lleguemos a entender lo mejor posible todos estos mecanismos complejos que unen el lugar donde vivimos con el envejecimiento saludable.
Con el fin de entender cómo el entorno urbano se relaciona con la salud cardiovascular de las personas que vivimos en Madrid, obtuve la financiación del Consejo Europeo de Investigación. El proyecto Heart Healthy Hoods (HHH) estudia el entorno físico y social en el que vivimos. Estudiamos diferencias con respecto al consumo de tabaco, a la actividad física, a la alimentación y al alcohol. Es decir, qué hay con respecto al alcohol y qué hay con respecto al tabaco, qué elementos se relacionan con la actividad física y cuáles con la alimentación en la ciudad de Madrid. Porque, si lo que pretendemos es entender y prevenir la enfermedad, tendremos que entender cómo se relaciona nuestro comportamiento y el lugar en donde vivimos con nuestro riesgo individual de desarrollar enfermedades crónicas.
Porque, si lo que pretendemos es entender y prevenir la enfermedad, tendremos que entender cómo se relaciona nuestro comportamiento y el lugar en donde vivimos con nuestro riesgo individual de desarrollar enfermedades crónicasPara ello, el Consejo Europeo de Investigación nos dijo que, para entender algo tan complejo como las ciudades, tomáramos herramientas y metodologías de las ciencias sociales. Para los epidemiólogos más clásicos o clínicos esto es algo nuevo, así que montamos un equipo interdisciplinar, donde hay sociólogos, geógrafos, epidemiólogos, fotógrafos y periodistas, donde hay investigadores que se dedican a la ciencia ciudadana y donde hay investigadores trabajando en atención primaria. El estudio HHH es como una tarta de tres pisos: uno es el barrio y sus características, otro es la enfermedad cardiovascular en la ciudad de Madrid —estos datos vienen de atención primaria—, y el más especializado sería cuál es el riesgo cardiovascular, en términos de dieta, de actividad física, de consumo de alcohol y de tabaquismo, para los 1300 participantes que estamos reclutando en los centros de salud.
En el marco de este proyecto, uno de los primeros estudios que se llevó a cabo se desarrolló en el área de Ciudad Lineal, un barrio medio de Madrid que no es ni rico ni pobre, ni muy inmigrante ni muy autóctono. Lo que hicimos fue medir diversos aspectos relacionados con el entorno cardiovascular (por ejemplo, datos sobre tiendas de alimentación) y recoger datos cuantitativos y cualitativos. En este análisis contamos con la colaboración del Centro de Atención Primaria de Daroca, en donde, de los 15 751 vecinos que el censo de Madrid tiene registrados en este barrio, conocen y tienen identificados a 14 857; es decir, contamos con una información exhaustiva de la salud poblacional gracias a la colaboración con atención primaria. Cuando recibimos esta base de datos ya había gente de 106 años viviendo en esta área media de Madrid. Si comparamos el perfil cardiovascular de esta población con las encuestas de salud que se llevan a cabo en Madrid o en España, encontramos que es exactamente el mismo perfil cardiovascular. Es decir, lo que ocurre en este barrio es un buen reflejo de lo que ocurre en el conjunto de la ciudad y del país en términos de salud cardiovascular.
Entrevistamos a 16 personas de esta área del distrito de Ciudad Lineal y encontramos cómo los cambios sociales que se han dado en el barrio tienen que ver con su percepción de salud (Conde et al., 2018). Las personas entrevistadas nos contaron que el barrio había cambiado completamente, en zonas donde ahora había más inmigrantes, pero sobre todo porque había más gente mayor, y esa gente mayor tiene una manera diferente de relacionarse. Podía vislumbrarse un cierto choque generacional entre la gente que vive en ese barrio, relacionado con la falta de apoyo social y la soledad, y cómo esa soledad tiene que ver con la salud percibida de los habitantes.
Otro paso en esta investigación fue comparar este barrio madrileño con un barrio medio de la ciudad de Baltimore (Díez et al., 2016). Lo que hicimos fue ir allí y medir todas las tiendas de alimentación que ofrecen —o no— fruta y verdura fresca en un barrio y en otro. Los análisis geoespaciales en estos barrios medios de Madrid y de Baltimore lo que dicen es que el 77 % de los ciudadanos que viven en Madrid —en esta área de 15 000 personas— tienen a menos de 200 metros una tienda en donde se vende fruta y verdura fresca; por el contrario, en Baltimore este porcentaje es solamente del 1 %. Es decir, el que no come fruta y verdura en Madrid es porque no quiere, porque realmente la tiene a menos de 200 metros.
Otro aspecto que tiene mucho que ver con el envejecimiento es el comportamiento en una ciudad a distintas edades. La ciudad vivida no es la misma cuando tienes 4 años, cuando tienes 12 y ya vas solo a más sitios, cuando tienes 42 o cuando tienes 98. Porque cuando tienes 98 años tu ciudad se reduce a tres manzanas, y si no tienes esa tienda de alimentación cerca, entonces alguien te tiene que traer la comida, porque es muy difícil que te desplaces 1,5 kilómetros para comprar comida saludable. Es decir, cuando construimos las ciudades como Baltimore, donde todo tiene que ser con coche, la capacidad de elección de conductas saludables se ve todavía más reducida para las personas mayores.
Bilal, U., Díez, J., Alfayate, S., Gullón, P., del Cura, I., Escobar, F. et al. (2016). Population cardiovascular health and urban environments: the Heart Healthy Hoods exploratory study in Madrid, Spain. BMC medical research methodology, 16(1), 104.
Carreño, V., Franco, M., y Gullón, P. (2017). Studying city life, improving population health. International Journal of Epidemiology, 46(1), 14-21.
Chetty, R., Stepner, M., Abraham, S., Lin, S., Scuderi, B., Turner, N. et al. (2016). The Association Between Income and Life Expectancy in the United States, 2001-2014. JAMA, 315(16), 1750-1766. doi: 10.1001/jama.2016.4226.
Conde, P., Gutiérrez, M., Sandín, M., Díez, J., Borrell, L. N., Rivera-Navarro, J. y Franco, M. (2018). Changing Neighborhoods and Residents' Health Perceptions: The Heart Healthy Hoods Qualitative Study. International Journal of Environmental Research and Public Health, 15(8), 1617. doi: 10.3390/ijerph15081617.
Díez, J., Bilal, U., Cebrecos, A., Buczynski, A., Lawrence, R. S., Glass, T. et al. (2016). Understanding differences in the local food environment across countries: a case study in Madrid (Spain) and Baltimore (USA). Preventive medicine, 89, 237-244.
Franco, M., Bilal, U. y Cooper, R. (4 de mayo de 2015). Baltimore, ejemplo de la desigualdad. El País. Recuperado de: https://elpais.com/elpais/2015/05/04/ciencia/1430735350_821550.html.
Franco, M., Bilal, U. y Diez-Roux, A. V. (2015). Preventing non-communicable diseases through structural changes in urban environments. Journal of Epidemiology and Community Health, 69(6), 509-511. doi: 10.1136/jech-2014-203865.
Comenzamos por un primer comentario acerca de las diferencias entre género y sexo. Cuando hablamos de género y de sexo, a veces confundimos términos: cuando hablamos de género, hablamos de los aspectos socioculturales; cuando hablamos de las diferencias fisiológicas o las diferencias biológicas, hablamos de sexo; así que en este capítulo nos centraremos en las diferencias de sexo en el envejecimiento, es decir, por causas biológicas.
Desde luego, hay muchos condicionantes socioculturales detrás de todas estas diferencias, tal y como se refleja en distintos capítulos de esta monografía. En nuestro laboratorio nos planteamos si, además de esas diferencias, podía haber diferencias biológicas que sustentaran estas diferencias de longevidadHasta hace unos años, en general los estudios no diferenciaban entre sexos para extraer sus conclusiones. Sin embargo, actualmente cada vez se hace más hincapié en estas diferencias y se intenta ver la influencia del sexo en muchos de los estudios publicados. En la primera gráfica de la Figura 1 se muestra la tendencia a aparecer la palabra gender o sex en PubMed desde 1960 hasta la actualidad. En ella se refleja claramente esta tendencia al alza, lo que denota el interés que recientemente han cobrado en la investigación las diferencias de sexo a diferentes niveles. Concretamente, en cuanto a envejecimiento, se observa en la segunda gráfica de la Figura 1 cómo el volumen de publicaciones es menor, pero se mantiene la tendencia a aumentar.
Este creciente interés también se manifiesta con el hecho de que existen en la actualidad revistas y sociedades científicas especializadas en este tema, de modo que, cada vez más, además de estratificar por edad, resulta especialmente interesante estratificar por sexo.
Centrándonos en el tema de las diferencias de longevidad entre hombres y mujeres, sabemos que las mujeres siempre han tenido una ventaja en cuanto a la longevidad en comparación con los hombres a lo largo de las distintas épocas.
La Figura 2 muestra las diferencias de longevidad en las distintas épocas y en función del sexo. Podemos observar cómo, en cualquiera de las épocas en que nos fijemos, las mujeres siempre han vivido más que los hombres. Un detalle destacable es que, además, justo cuando las personas envejecen, es decir, cuando alcanzan longevidades más parecidas a la actual —que sería a partir de 1960—, es cuando empieza a aumentar esa diferencia de longevidad entre hombres y mujeres. Esto no solo ocurre en España, sino que también ocurre en otros países, tal y como ha sido analizado en muchas publicaciones (Austad, 2006).
Desde luego, hay muchos condicionantes socioculturales detrás de todas estas diferencias, tal y como se refleja en distintos capítulos de esta monografía. En nuestro laboratorio nos planteamos si, además de esas diferencias, podía haber diferencias biológicas que sustentaran estas diferencias de longevidad. Para ello analizamos la longevidad de machos y hembras en animales de laboratorio, en los cuales no existen esas diferencias socioculturales, ya que todos están estabulados de la misma forma, hacen el mismo ejercicio, tienen la misma alimentación y los mismos ciclos de luz-oscuridad, etc. Lo que vimos en la longevidad de los animales es que, efectivamente, también las hembras tenían una mayor longevidad en comparación con los machos, y eso fue lo que nos hizo continuar y plantearnos si podía haber diferencias biológicas.
El envejecimiento es un proceso extremadamente complejo, de modo que existen muchas teorías que intentan explicar cómo y por qué se produce. Dentro de las teorías del envejecimiento, nosotros nos centramos en la teoría de los radicales libres en el envejecimiento, porque está muy demostrado que hay una relación directa entre envejecimiento y estrés oxidativo mantenido de forma continua. El estrés oxidativo es un desequilibrio entre la cantidad de radicales libres que se forman por procesos normales en las células y la cantidad de antioxidantes que tenemos para defendernos de ellos (Sies, 1985).
Demostramos que las hembras estaban protegidas frente al daño oxidativo en comparación con los machos, lo que nos hizo plantearnos qué podría ser lo que protegía a las hembrasNuestro objetivo fue comprobar si efectivamente había diferencias de estrés oxidativo entre machos y hembras que justificaran en parte su diferente longevidad (Borrás et al., 2003). Lo que observamos es que la producción mitocondrial de peróxido de hidrógeno, ya sea en hígado, ya sea en cerebro (mitocondrias no sinápticas o sinápticas), es más elevada en los machos que en las hembras. Por tanto, las mitocondrias de los machos producen más radicales libres que las de las hembras.
Cuando analizamos las consecuencias de esta mayor producción de radicales libres en los machos, observamos que el daño oxidativo al ADN mitocondrial era mucho más acusado en el de los machos que en el de las hembras.
Por tanto, demostramos que las hembras estaban protegidas frente al daño oxidativo en comparación con los machos, lo que nos hizo plantearnos qué podría ser lo que protegía a las hembras. Pensamos que había una base molecular en la cual las enzimas antioxidantes estarían sobreexpresadas, y por eso las estaban protegiendo frente al estrés oxidativo. Efectivamente, lo que vimos es que las hembras tenían más expresión de las enzimas antioxidantes manganeso-superóxido dismutasa y glutatión peroxidasa, que además eran mitocondriales y que estaban explicando esas diferencias de estrés oxidativo que tenían machos y hembras.
Además, medimos un parámetro que podría considerarse como biomarcador de edad biológica: la subunidad 16S del ARN ribosomal, que se relaciona con la edad biológica y no con la edad cronológica. Es decir, a una misma edad cronológica, si hay más niveles de este marcador quiere decir que ese animal está más joven (tiene menos edad biológica). Lo que observamos fue que, comparando hembras y machos con una misma edad cronológica (entre 4 y 6 meses), las hembras mostraban mayores niveles de esta subunidad que los machos, lo cual se interpreta como que las hembras tienen una edad biológica menor y eso es lo que les confiere después una mayor longevidad.
La siguiente pregunta fue: ¿por qué las hembras están protegidas frente al estrés oxidativo? Las diferencias biológicas básicas entre hombres y mujeres son las hormonas sexuales, y, dentro de ellas, los estrógenos tienen una estructura que les confieren cierta capacidad antioxidante, por lo que fueron los candidatos elegidos.
Los estrógenos, en su acción como hormonas sexuales, se unen a sus receptores estrogénicos, y una característica especial es que los receptores estrogénicos no están distribuidos de la misma forma a lo largo del cuerpo ni entre hombres ni mujeres, ni tampoco dentro de un mismo sexo, así que los efectos podían ser diferentes en unos tejidos y en otros, tal y como muestra la Figura 3.
Las diferencias biológicas básicas entre hombres y mujeres son las hormonas sexuales, y, dentro de ellas, los estrógenos tienen una estructura que les confieren cierta capacidad antioxidante, por lo que fueron los candidatos elegidos para su estudioEstudiamos ese papel de los estrógenos, y para ello lo que hicimos fue ovarectomizar a las hembras y determinar de nuevo los parámetros que habíamos visto anteriormente. Lo que vimos fue que cuando ovarectomizamos a las hembras aumentan los niveles de radicales libres y cuando las reponemos con estradiol disminuyen, es decir, que el estradiol estaba protegiendo a las hembras frente a ese daño oxidativo.
Posteriormente lo que quisimos ver fue cuál era el mecanismo por el cual el estradiol aumentaba esas defensas antioxidantes, y determinamos distintos parámetros de la cascada de señalización que estaba implicada en ese papel protector —antioxidante— de los estrógenos. Determinamos que la vía implicaba a los receptores estrogénicos y a quinasas específicas, así como a NF-kappaB(Borrás et al., 2005).
Seguidamente, quisimos corroborar en humanos estos estudios hechos en animales, porque realmente utilizamos los animales como modelo, pero lo que realmente nos interesa son los humanos. Para ello lo que hicimos fue seleccionar, en colaboración con el Instituto Valenciano de Infertilidad, a unas mujeres que, cuando van a recibir un óvulo, siguen un proceso parecido a lo que hacíamos en los animales: estas mujeres primero se someten a una menopausia artificial, a continuación las reponen con estrógenos y después con progesterona, y por último les hacen la implantación del óvulo.
Sacamos sangre en cada uno de esos momentos y determinamos aquello que podíamos medir en sangre. Lo primero fue ver que los cambios de hormonas eran correctos: lo que observamos en sus células fue que los niveles de antioxidantes disminuían cuando se les inducía esa menopausia artificial y aumentaban cuando las reponían con estradiol. De este modo, fuimos capaces de corroborar en mujeres lo que habíamos visto en animales acerca del papel protector de los estrógenos.
La fragilidad es un estado fisiológico que hace a las personas vulnerables de sufrir alguna discapacidad, es decir, es el estado previo a la discapacidad. Se sabe que hay una mayor prevalencia de fragilidad en las mujeres que en los hombres; ellas viven más, pero su calidad de vida es peor (Rodríguez-Mañas y Fried, 2015).
La fragilidad es un estado fisiológico que hace a las personas vulnerables de sufrir alguna discapacidad, es decir, es el estado previo a la discapacidadEsto nos interesó, por lo que participamos en el Estudio Toledo de Envejecimiento Saludable, que incluye a personas no frágiles, prefrágiles y frágiles. Lo primero que se puede observar es que el número de mujeres frágiles era mayor que el de los hombres; sin embargo, cuando determinamos parámetros de estrés oxidativo en mujeres y hombres frágiles, realmente no vimos diferencias (Inglés et al., 2014). Pensamos que, una vez que son frágiles, no hay diferencias entre hombres y mujeres, al menos en términos de estrés oxidativo. Sí que hay más mujeres frágiles, pero las diferencias de estrés oxidativo entre hombres y mujeres, una vez han desarrollado la fragilidad, no tienen un papel muy importante.
También hemos estudiado diferencias relativas al sexo en el desarrollo o en la evolución de distintas enfermedades asociadas al envejecimiento, pues muchas de ellas tienen una implicación de este estrés oxidativo, por lo que, si las hembras tienen menos, pensamos que podían desarrollar la enfermedad más tarde.
Una de las enfermedades que estudiamos fue la diabetes mellitus tipo II, basándonos en que, efectivamente, hay estudios que sustentan que los hombres tienen una mayor incidencia de diabetes mellitus tipo II en comparación con las mujeres (Ruiz-Villaverde et al., 2011).
Nosotros, de nuevo, nos movimos al modelo animal, utilizando un modelo de rata que desarrolla diabetes mellitus tipo II con la edad (la Goto Kakizaki). Lo que hicimos fue seguir su evolución con el tiempo en la glucemia en machos y en hembras. Lo que vimos fue que en los machos aumentó la glucemia mucho antes; de hecho, las hembras, en unas condiciones de estabulación óptimas, prácticamente no llegaron a alcanzar niveles de más de 150 g/dl de glucosa en sangre, sin embargo, los machos lo alcanzaban mucho antes.
De hecho, determinando un punto final de glucemia específico, la vida media de los machos fue de 52 semanas, mientras que la de las hembras fue de 80 semanas; es decir, efectivamente, la evolución de la enfermedad era mucho más lenta en las hembras que en los machos. Además, para ver si los estrógenos también protegían a las hembras en este caso, ovarectomizamos a las hembras y las repusimos con estradiol, y vimos que, efectivamente, el estradiol prevenía la intolerancia a la glucosa que tenían las hembras diabéticas o las hembras diabéticas ovarectomizadas.
Por último, lo que también hicimos fue darles a los machos un fitoestrógeno; en este caso les dimos soja, que es rica en fitoestrógenos como la genisteína. Lo que vimos fue que cuando no les dábamos soja tenían una vida media de alrededor de 31 semanas, pero cuando les dábamos una dieta enriquecida en soja su vida media aumentaba a 56 semanas; es decir, en los machos la administración de soja estaba retrasando un poco esa evolución de la enfermedad, de modo que podía ejercer un papel de protección parecido al que tienen los estrógenos en las hembras o en las mujeres.
Austad, S. N. (2006). Why women live longer than men: sex differences in longevity. Gender Medicine, 3, 79-92.
Borrás, C., Gambini, J., Gómez-Cabrera, M. C., Sastre, J., Pallardó, F. V., Mann, G. E. y Viña, J. (2005). 17beta-oestradiol up-regulates longevity-related, antioxidant enzyme expression via the ERK1 and ERK2[MAPK]/NFkappaB cascade. Aging Cell, 4, 113-118.
Borrás, C., Sastre, J., García-Sala, D., Lloret, A., Pallardó, F. V. y Viña, J. (2003). Mitochondria from females exhibit higher antioxidant gene expression and lower oxidative damage than males. Free Radicial Biology & Medicine, 34, 546-552.
Inglés, M., Gambini, J., Carnicero, J. A., García-García, F. J., Rodríguez-Mañas, L., Olaso-González, G. et al. (2014). Oxidative stress is related to frailty, not to age or sex, in a geriatric population: lipid and protein oxidation as biomarkers of frailty. Journal of the American Geriatrics Society, 62, 1324-1328. doi: 10.1111/jgs.12876.
Rodríguez-Mañas, L. y Fried, L. P. (2015). Frailty in the clinical scenario. Lancet, 385, e7-9. doi: 10.1016/S0140-6736(14)61595-6.
Ruiz-Villaverde, G., Sánchez-Cano, D., Ruiz-Villaverde, R., Abalos-Medina, G. M., Ramírez-Rodrigo, J. y Villaverde-Gutiérrez, C. (2011). Agreement between Framingham-DORICA and SCORE scales in estimation of cardiovascular risk in the patients suffering from metabolic syndrome in Granada (Spain). Irish Journal of Medical Science, 180, 351-354. doi: 10.1007/s11845-011-0673-9.
Schroots, J. J. F., Fernández-Ballesteros, R. y Rodinger, G. (1999). Aging in Europe. Ámsterdam: IOS Press.
Setchell, K. D. y Cassidy, A. (1999). Dietary isofravones: biological effects and relevance to human health. The Journal of Nutrition, 129(3), 758S-767S.
Sies, H. (1985). Oxidative stress. Londres: Academic.
El envejecimiento conlleva un deterioro de la función cognitiva y de la función física en todos los seres humanos, pero este deterioro es muy variable. Las comparaciones internacionales de las desigualdades de salud y funcionamiento físico y cognitivo entre hombres y mujeres mayores demuestran grandes diferencias en la magnitud de estas desigualdades. Nuestra hipótesis principal es que cuanto mayor es la igualdad de género en la sociedad, menores son las desigualdades en salud y funcionamiento entre hombres y mujeres en la vejez.
Durante este capítulo introduciremos las exposiciones que se presentan en la tabla 1 y, con base en los resultados de investigación, argumentaremos que son generalmente más frecuentes en mujeres que en hombres y que estas diferencias de exposición a condiciones y eventos adversos para la salud y el funcionamiento pueden explicar en gran medida las diferencias entre hombres y mujeres en el funcionamiento físico y cognitivo durante la vejez. También demostraremos que, aunque están más frecuentemente expuestas a estas exposiciones adversas, las mujeres no son más vulnerables a ellas. Es decir, a igualdad de exposición a lo largo de la vida, las mujeres no experimentan peores resultados de salud que los hombres en la vejez.
Tabla 1. Exposiciones diferenciales en hombres y mujeres a lo largo de la vida |
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Adversidad económica en la infancia, adolescencia, edad adulta y vejez: hambre, desempleo, pobreza. |
Adversidad social: violencia doméstica en la infancia, adolescencia, edad adulta y vejez. |
Estereotipos de género: imposición de roles masculinos y femeninos. |
Historia reproductiva: embarazo en la adolescencia y alta paridad. |
Relaciones sociales escasas o conflictivas: de pareja, familiares y de amistad. |
Insuficiencia de las pensiones de vejez. |
Carga de cuidados informales a la discapacidad. |
Inadecuación en los cuidados médicos (diagnósticos y terapias). |
Para examinar la evidencia científica utilizaremos una perspectiva de curso de vida y de género. La mayor parte de los resultados de investigación citados en este trabajo proceden del estudio longitudinal IMIAS (International Mobility In Aging Study), financiado por los Institutos Canadienses de Investigación en Salud y realizado entre 2012 y 2016 con base en 2000 personas de edades comprendidas entre 65 y 74 años en las ciudades canadienses de Saint-Hyacinthe y Kingston, en la ciudad de Tirana (Albania), en Manizales (Colombia) y en Natal (Brasil) (Zunzunegui et al., 2015). La comparación de estas diversas poblaciones ha permitido captar las asociaciones entre un amplio espectro de exposiciones para la salud y un amplio rango de resultados de salud y funcionalidad. Otros resultados aquí citados provienen de nuestro estudio longitudinal Envejecer en Leganés, financiado por el Fondo de Investigaciones de Salud (FIS) desde 1993 hasta 1999 (Zunzunegui, Alvarado, del Ser y Otero, 2003). Por último, hacemos uso de resultados de investigaciones similares para complementar e interpretar los nuestros.
Hemos basado nuestro trabajo en los conceptos de «desarrollo humano» propuestos por Bronfenbrenner, con una aproximación ecosocial del proceso de envejecer y utilizando la perspectiva de curso de vida (Brofenbrenner, 1979). Muchos estudios poblacionales sobre el envejecimiento durante el siglo XX ignoraron durante mucho tiempo que las personas no empiezan a envejecer a los 65 años y que el proceso de envejecimiento tiene lugar a lo largo de la vida. Para comprender la variabilidad en las formas de envejecer después de los 65 años se debe tener en cuenta la trayectoria vital. Ahora sabemos que las condiciones de vida de la primera infancia influyen poderosamente en el funcionamiento físico, cognitivo y mental en la vejez.
Para comprender la variabilidad en las formas de envejecer después de los 65 años se debe tener en cuenta la trayectoria vitalLas investigaciones de Ben-Shlomo, Cooper y Kuh (2016) nos inspiraron a integrar esta perspectiva de vida en nuestros estudios, a recoger información y a analizar las condiciones de vida sociales y económicas durante los primeros 15 años de vida. Está ya ampliamente aceptado que las condiciones de vida en el útero y en los primeros dos años determinan en gran medida el riesgo de trastornos crónicos en la edad adulta (Kuh, Ben-Shlomo, Lynch, Hallqvist y Power, 2003). Según Ben-Shlomo y Kuh, el nivel de funcionamiento de los sistemas del cuerpo humano aumenta desde el nacimiento hasta los 30 años para descender más tarde. Una vez se alcanza la máxima capacidad funcional, alrededor de los 30 años, se inicia un descenso, pero este es muy variable. Se observa que hay personas que mantienen una alta funcionalidad hasta edades muy avanzadas, mientras que otras sufren descensos acusados. La pendiente del deterioro funcional depende fundamentalmente de las condiciones de vida en la infancia y en la edad adulta. Esquemáticamente se pueden distinguir cuatro perfiles: el perfil A representa a las personas afortunadas que pudieron desarrollar el máximo de sus capacidades y mantenerlas a lo largo de su vida, esto es, serían las personas que envejecen bien; el perfil B es paralelo al A después de los 30 años, pero no llegaron a desarrollar toda su capacidad funcional; el perfil C se caracteriza por un máximo desarrollo de la capacidad funcional seguido por un declive prematuro; y el perfil D corresponde a las personas menos afortunadas que no llegaron a desarrollar el máximo de su potencial funcionalidad y sufrieron un deterioro prematuro de su funcionamiento. En nuestras investigaciones utilizamos este esquema teórico para relacionar la función física y cognitiva con las exposiciones sociales y económicas a lo largo de la vida (exposiciones a la violencia y a la pobreza en la infancia, en la edad adulta y en la vejez).
El género es el segundo aspecto que hemos considerado en nuestra investigación. En nuestro estudio el género incluye todos los aspectos biológicos y sociales que son diferenciales en hombres y mujeres. En la metodología cuantitativa que utilizamos en los estudios epidemiológicos sobre el envejecimiento empleamos un indicador, una variable 0-1, donde 0 representa a los hombres y 1 a las mujeres, o al revés, pero siempre estamos muy limitados en cuanto a la posibilidad de diferenciar los aspectos biológicos (ligados al sexo) de los aspectos sociales (ligados a la concepción social, normas y valores que se aplican a los hombres y a las mujeres de una sociedad concreta en un momento histórico concreto). A veces se designa esta variable dicotómica como sexo / género, pero esto también es confuso. Por ello, en nuestros escritos hemos decidido utilizar el término “género”, explicando en cada introducción que género engloba sexo y género, entendiendo como sexo los fenómenos puramente biológicos, por ejemplo los biomarcadores sanguíneos, y como género lo que tiene que ver con los factores sociales ligados a ser hombre o mujer.
¿Cómo se expresa el género? ¿Cómo lo podemos medir? Lo medimos por diferencias en la adversidad económica y social a lo largo de la vida y, en nuestras investigaciones cuantitativas, lo modelizamos mediante términos de interacción en los modelos estadísticos (Krieger, 2003).
La capacidad funcional máxima obtenida depende de las dificultades socioeconómicas a las que la persona está expuesta a lo largo de los primeros años de su vida. En nuestras investigaciones hemos conceptualizado las dificultades socioeconómicas en dos dimensiones de adversidad: la adversidad económica y la adversidad social, cuyos extremos son la pobreza y la violencia.
Existe una gran cantidad de personas —entre un 20 % y un 30 %— que viven en situación de pobreza. Históricamente, las mujeres han alcanzado menores niveles de educación que los hombres, ocupaciones de menos prestigio, menor continuidad en la vida laboral, menos ingresos durante la vida adulta, menor capacidad de decisión y menores pensiones en la vejez.
Nuestros resultados de IMIAS demuestran que la adversidad económica en la infancia y a lo largo de la vida aumenta la probabilidad de tener una mala función física en la vejez (Sousa et al., 2014).
La bibliografía sobre el gradiente positivo entre situación económica y salud es abundante. Sin embargo, está menos reconocido el gradiente negativo entre violencia doméstica y salud, a pesar de que la violencia está frecuentemente presente en las relaciones familiares, afecta a la salud en la infancia, en la edad adulta y en la vejez, y estas exposiciones dañan al organismo. Las mujeres están más expuestas a la violencia doméstica, en especial a la violencia doméstica física (Miszkurka, Steensma y Phillips, 2016; Guedes, Curcio, Llano, Zunzunegui y Guerra, 2015).
Nuestros resultados de IMIAS demuestran que la adversidad social, principalmente definida por la violencia doméstica en la infancia y a lo largo de la vida, aumenta la probabilidad de tener una mala función física y una baja movilidad en la vejez, y que la inflamación crónica asociada a la adversidad social y a la violencia doméstica lleva a un peor funcionamiento físico y a una peor movilidad (Guedes et al., 2015; Guedes et al., 2016).
Tanto hombres como mujeres están sometidos a la presión social de los roles de género: la masculinidad que se exige de los hombres y la feminidad que se impone a las mujeres. Podría parecer que estos estereotipos de género están pasados de moda, sin embargo, nuestros resultados de investigación nos demuestran que están vigentes y tienen impacto en el funcionamiento físico y mental de las personas mayores (Vafaei, Ahmed, Freire, Zunzunegui y Guerra, 2016).
Nuestros resultados de IMIAS demuestran que los estereotipos de género están asociados a la función física en la vejez. La androginia y la masculinidad están asociadas a un mejor funcionamiento físico y predicen un mantenimiento de la buena función física y de la movilidad por medio de una menor obesidad, menor inflamación y menor depresión en las personas —hombres y mujeres— con mayores puntuaciones de masculinidad (Ahmed et al., 2018).
Debemos también tener en cuenta la diversidad en las historias reproductivas de las mujeres y cómo esta historia influye en la salud y el funcionamiento en la vejez. Las mujeres que están en una situación afortunada social y económicamente tienden a empezar a tener hijos tarde y tienen pocos hijos, mientras las mujeres con pocos recursos económicos o con exposición a la violencia doméstica tienden a tener embarazos en la adolescencia y a tener muchos hijos.
En IMIAS hemos demostrado que estas circunstancias y, muy especialmente, el hecho de tener hijos en la adolescencia aumentan el riesgo cardiovascular, la comorbilidad y el mal funcionamiento físico en la vejez (Pirkle, de Albuquerque, Alvarado, Zunzunegui y IMIAS Research Group, 2014; Rosendaal et al., 2017; Rosendaal y Pirkle, 2017).
Las relaciones sociales pueden ser protectoras o tóxicas, pero también tienen, por lo general, diferentes efectos en hombres y en mujeres. Por ejemplo, nuestras investigaciones apuntan a que las amigas protegen más fuertemente la función cognitiva de las mujeres, mientras que las relaciones de pareja y de familia protegen más fuertemente la función cognitiva en hombres (Zunzunegui et al., 2003; Beland, Zunzunegui, Alvarado, Otero y del Ser, 2005).
La asociación entre los ingresos económicos y la discapacidad en la vejez es muy fuerte, y esta asociación es particularmente importante para las mujeres (Rodriguez-Laso, Abellan, Sancho, Pujol, Montorio y Diaz-Veiga, 2014). La cuantía de las pensiones tiene particular importancia en el mantenimiento de la capacidad funcional en la vejez (Krieger, 2003). En España, en el año 2018, la pensión media de una mujer es 400 euros inferior a la de un hombre y, puesto que ninguna de las dos pensiones medias en España es grande, esta diferencia es muy importante. Basándonos en los estudios hechos en el Reino Unido en relación con la influencia de los ingresos económicos en la vejez sobre el riesgo de discapacidad, podemos concluir que la insuficiencia de las pensiones en la vejez es el mayor motor de discapacidad de los mayores en España.
Por último, queremos apuntar unas consideraciones sobre las diferencias de género en la provisión y recepción de cuidados informales y sobre la diferencia de la atención médica en hombres y mujeres. Los cuidados familiares a las personas discapacitadas siguen recayendo fundamentalmente en las mujeres de la familia. La bibliografía demuestra que los cuidados a personas afectadas por alzhéimer suponen un fuerte estrés para el cuidador, que los efectos de los cuidados a personas dependientes tienen impactos en la salud física y mental de la persona cuidadora y que este impacto varía con la intensidad de los cuidados prestados y la calidad de la relación entre cuidador y persona cuidada. Además, aunque las mujeres prestan la mayor cantidad de los cuidados, son precisamente las mujeres las que tienen mayor número de necesidades de cuidados no cubiertas (Otero, de Yebenes, Rodriguez-Laso y Zunzunegui, 2003).
En muchas ocasiones, el médico no trata igual al hombre que a la mujer. Damos varias referencias a estudios empíricos, algunos de ellos realizados en España. En general, los hombres reciben más hospitalizaciones y más tratamientos quirúrgicos que las mujeres (Aguilar, Lázaro, Fitch y Luengo, 2002). La artroplastia de rodilla se prescribe con mucha mayor frecuencia a los hombres que a las mujeres, y esto se observa en un ensayo aleatorio realizado en Canadá (Borkhoff et al., 2008). En España, el cáncer de recto no se maneja igual, lo que tiene unas consecuencias bastante negativas para las mujeres (Sarasqueta, 2017). Queremos llamar la atención de que, al estudiar la práctica médica, debemos estratificar por sexo y comparar los resultados.
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El estudio del envejecimiento y la salud no se puede limitar a lo que sucede durante la vejez, sino que requiere entender lo que ha pasado, no solo desde el nacimiento, sino incluso antes del nacimiento, en una perspectiva de curso de vida (Shuey y Willson, 2014; Yu, 2006). Así, en su estrategia para reducir las desigualdades en la salud, la Organización Mundial de la Salud (OMS) pone el énfasis en lo que sucede en los primeros años de vida, ya que eso influye en el nivel de estudios, la situación laboral, la cualificación en el trabajo o la calidad de vida en la edad adulta, así como en el riesgo posterior de obesidad, malnutrición, problemas de salud mental, enfermedades cardíacas u otros trastornos de salud (Marmot, Allen, Bell, Bloomer y Goldblatt, 2012).
Aunque habitualmente el análisis de la salud en la vejez se ha centrado en la enfermedad y la dependencia, es necesario sustituir este paradigma biomédico centrado en los factores de riesgo por otro basado en los determinantes sociales de la salud, que pone el acento en la salud (Krieger, 2008).
Los determinantes sociales de la salud son las circunstancias en que las personas nacen, crecen, viven, trabajan y envejecen. Esas circunstancias son el resultado de la distribución del dinero, el poder y los recursos a nivel mundial, nacional y local, que depende, a su vez, de las políticas adoptadas (Marmot et al., 2012). Esta visión liga con el lema “salud en todas las políticas” (STP), que parte de que la salud está fuertemente influenciada por el entorno, por cómo viven, trabajan, comen, se mueven o disfrutan su tiempo de ocio las personas. Además, estas condiciones de vida no dependen exclusivamente de decisiones individuales, sino que están determinadas fundamentalmente por factores sociales, culturales, económicos o medioambientales. En consecuencia, las decisiones políticas que influyen sobre la salud de las personas no solo —ni de manera más significativa— son las relacionadas con los servicios o las políticas sanitarias, sino fundamentalmente con las tomadas en otros ámbitos públicos y privados, políticos y civiles, como la educación, el mercado laboral, el urbanismo, la vivienda o las políticas de inmigración, entre otros, en los que se generan o transmiten desigualdades sociales (Wilkinson y Marmot, 2003).
Dahlgren y Whitehead (1991) proponen un modelo de los determinantes sociales en la salud con diversos niveles, desde el más proximal, que incluye la edad, el sexo y factores constitucionales que no se pueden modificar, a otros más distales, que pueden variar y que tienen más impacto sobre la salud (Figura 1). Con frecuencia, la promoción de la salud se ha centrado en los hábitos relacionados con la salud, como la dieta, el tabaquismo, el consumo de drogas o el sedentarismo, tratándolos como elecciones personales, sin tener en cuenta su configuración social. Sin embargo, estos hábitos vienen determinados en buena parte por las redes sociales y las condiciones de vida y de trabajo. Pensemos, por ejemplo, en una persona con una alta probabilidad de perder el trabajo; es posible que, ante este miedo, si hubiera abandonado en algún momento el tabaco, vuelva a fumar, o si fuma, fume más, o quizás incremente su consumo de alcohol como mecanismo de afrontamiento.
Este modelo considera únicamente los determinantes sociales de la salud, pero no las desigualdades sociales, es decir, las diferencias en la salud entre grupos que son injustas, sistemáticas y evitables (Marmot, 2005). Las condiciones de vida de las personas se distribuyen de manera desigual y lo hacen según ejes de estratificación: el género, la edad (entendida no solo como un factor biológico, sino también como un factor social), la clase social, el país de procedencia o la etnia. El marco de las desigualdades sociales en la salud propuesto por la Comisión para reducir las desigualdades de salud en España (Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad. Comisión para reducir las desigualdades sociales en salud en España, 2015) incluye unos determinantes intermedios que se corresponden con los determinantes sociales del modelo de Dahlgren y Whitehead, que se distribuyen de manera distinta según los ejes de estratificación social. En este marco lo más importante son las políticas, que son responsables, por acción o por omisión, de que haya más o menos desigualdades entre colectivos en función de la distribución de los recursos (Figura 2).
En la mayoría de los países, las mujeres tienen una esperanza de vida más larga que los hombres, pero viven más tiempo con enfermedades crónicas y discapacidades, lo que se conoce como la “paradoja de las desigualdades de género en la salud” (Oksuzyan et al., 2009; Oksuzyan, Juel, Vaupel y Christensen, 2008). Entender esta paradoja requiere considerar las diferencias de sexo y las de género. Las primeras se relacionan con las características biológicas y no se limitan a la salud sexual y reproductiva, sino que incluyen diferencias en la función endocrina, la función inmune o el aparato cardiovascular, entre otras. Por ejemplo, los síntomas de mujeres y hombres ante un infarto agudo de miocardio suelen ser diferentes. El dolor precordial intenso que irradia al brazo izquierdo es menos frecuente en las mujeres, que suelen tener síntomas más inespecíficos, como dolor en la mandíbula, dificultades para respirar, vómitos o malestar abdominal, de manera que ni ellas ni, lamentablemente, muchos profesionales sanitarios, cuando sufren estos síntomas, son conscientes de que pueden estar padeciendo un infarto, con las graves consecuencias que esto puede suponer, porque el pronóstico depende de la precocidad del tratamiento (Chen, 2005).
El género es un constructo social. Mujeres y hombres tenemos conductas, valores y actitudes distintos, ocupamos posiciones diferentes y desiguales en la vida pública y en la privada, utilizamos de manera distinta los servicios sanitarios y recibimos de ellos respuestas diferentes para problemas similares (Kuhlmann y Annandale, 2010). Conviene aclarar que, aunque durante muchos años la perspectiva de género en la salud se ha entendido como sinónimo de salud de las mujeres, esta visión es complementaria, pero no es sinónimo de la promoción de la equidad de género en la salud, concepto que incluye a mujeres y hombres (Hawkes y Buse, 2013). De hecho, en los últimos años los hombres también han comenzado a llamar la atención sobre las implicaciones negativas de la masculinidad para su salud (Doyal, 2001). Sin embargo, el género es inexistente o mal entendido en las políticas y programas en general y en las de salud pública en particular (Hawkes y Buse, 2013).
El análisis de las desigualdades de género en el estado de salud se centra en cuatro dimensiones: 1) la socialización de género; 2) las desigualdades en el acceso y control sobre los recursos; 3) las desigualdades en el acceso al poder; y 4) la división sexual del trabajo.
Desde el momento en que nacemos se nos asignan unos valores y actitudes que son diferentes para hombres y mujeres: lo que es correcto y bueno para un sexo no lo es para el otro. Esto explica en buena parte la menor esperanza de vida de los hombres, porque la configuración de una identidad masculina heterosexual tradicional significa asumir hábitos menos saludables y comportamientos de riesgo, como los relacionados con los accidentes de tráfico, deportivos o de trabajo y la resistencia a admitir las enfermedades, lo que se asocia a llegar demasiado tarde a la atención primaria. Todo ello deriva en una mayor mortalidad prematura en los hombres (Doyal, 2001). Lamentablemente, esta relación entre los hábitos de salud y la socialización de género no se tiene en cuenta en los programas de promoción de la salud, como si los hábitos relacionados con la salud fueran una elección libre de las personas.
En todos los países los hombres tienen mayor acceso y control sobre los recursos que las mujeres. Una de sus consecuencias es la discriminación de las mujeres, como el caso que se describe a continuación.
En el contexto de un gran debate en Estados Unidos entre profesorado de universidades americanas que defendía la idea de que las mujeres estamos menos dotadas para las carreras técnicas y de ciencias, la revista Nature publicaba en 2006 un artículo que rebatía esa tesis, cuyo autor era Ben Barres (Barres, 2006), reconocido neurobiólogo y profesor de la Universidad de Stanford. Al nacer su sexo era femenino y recibió el nombre de Bárbara Barres; con 42 años, en 1997, pasó a ser transgénero. En este artículo explica su experiencia como mujer primero y como hombre después.
Siendo Bárbara, estudió en el Massachusetts Institute of Technology (MIT), una de las instituciones de enseñanza tecnológica más prestigiosas del mundo. Explica, por ejemplo, que fue la única persona, en una clase en la que casi todos los alumnos eran hombres, que resolvió un problema de matemáticas muy difícil, y el profesor le dijo: “Seguro que te lo ha resuelto tu novio”. Siendo ya transgénero, dio una conferencia tras la cual se oyó a un profesor de la facultad decir: “Ben Barres dio una gran conferencia hoy; su trabajo es bastante mejor que el de su hermana”. Frente a la afirmación de que las mujeres somos más emocionales, señala: “No hay nada que lo sustente; la mayor parte de los asesinatos y actos violentos los cometen hombres, y supongo que esto lo hacen cargados de emociones negativas”. Finalmente acaba diciendo: “De lejos, lo que más noté como transgénero es que la gente que no sabía que lo era me trataba con mucho más respeto, incluso podía completar una frase entera sin que me interrumpiera un hombre”. El sexismo —como el descrito aquí—, que sufren con mucha más frecuencia las mujeres, tiene un impacto negativo en el estado de salud (Borrell et al., 2011).
En todas las sociedades las mujeres tienen menos poder que los hombres, y buena parte de las desigualdades de género en el estado de salud vienen determinadas por una posición socioeconómica más desfavorecida, que en la actualidad no se explica por el nivel de estudios —superior en las mujeres—, sino, entre otras razones, por tener ocupaciones menos cualificadas.
El menor esfuerzo diagnóstico y terapéutico en las mujeres está ligado también a su menor poder. En muchos trastornos de salud, como la enfermedad coronaria, el párkinson, el colon irritable, el dolor cervical, la artrosis de rodilla, la psoriasis o la tuberculosis, los hombres son examinados y tratados de manera más exhaustiva que las mujeres ante los mismos síntomas (Hamberg, 2008). Se ha documentado también que, aunque las mujeres tienen unas características basales más desfavorables y una mayor mortalidad tras un accidente cerebrovascular, reciben con menos frecuencia técnicas diagnósticas e intervenciones terapéuticas apropiadas, lo que obviamente influye sobre su salud (Alfonso, Bermejo y Segovia, 2006).
La división sexual del trabajo dicta para los hombres un papel central en el ámbito laboral y público y para las mujeres un rol protagonista en la vida familiar. En esta rígida división de la vida social, el mundo masculino disfruta de más poder y reconocimiento social, mientras que el femenino queda relegado a la invisibilidad y a la falta de valor social. Además, en cada una de estas esferas hay una nueva segregación de género. En el mercado laboral existe una segregación horizontal, con sectores masculinizados y otros feminizados, y una segregación vertical, el “techo de cristal”. Debido a esta segregación, las mujeres ocupan puestos de trabajo menos cualificados y peor pagados. En la esfera doméstica y familiar, ellas son responsables del trabajo doméstico y de cuidado y ellos suelen ser los sustentadores económicos principales del hogar. Esta división sexual del trabajo se da también en países considerados como paradigma de la igualdad de género, como Suecia. En relación con el resto de la Unión Europea de los 27, en Suecia la segregación horizontal es superior y, aunque hay un mayor porcentaje de mujeres con cargos intermedios, el porcentaje de directivas es menor. Por otro lado, la brecha salarial no es mucho menor en Suecia que en otros países (Comisión Europea, 2015).
La división sexual del trabajo se asocia, por ejemplo, al papel de ama de casa a tiempo completo. Muchos estudios documentan un peor estado de salud en comparación con las mujeres empleadas de igual clase social, lo que se explica porque el trabajo remunerado aporta estatus y reconocimiento, red social y posibilidades de ejercer la creatividad e independencia económica, lo que tiene efectos positivos sobre la salud (Artazcoz, Borrell, Benach y Cortès, 2004).
Sin embargo, compaginar vida laboral y familiar, con las dificultades de conciliación y la sobrecarga de trabajo que a menudo comporta, puede tener un impacto negativo sobre el estado de salud (Artazcoz et al., 2004). Esto no es únicamente una cuestión de género, sino que depende también de otros ejes de desigualdad, lo que exige adoptar una perspectiva interseccional (Griffith, 2012; Hankivsky, 2012), incorporando la clase simultáneamente como otro eje de desigualdad. Así, algunos estudios muestran que compaginar vida laboral y familiar tiene un impacto negativo, sobre todo, entre las trabajadoras menos cualificadas (Artazcoz, Borrell y Benach, 2001). Sin embargo, con la crisis económica, y debido al papel de los hombres como sustentadores económicos principales del hogar, se ha documentado que la compaginación de vida laboral y familiar afecta también negativamente a la salud de los hombres trabajadores manuales (Arcas, Novoa y Artazcoz, 2013). Otros ejes de desigualdad que se deben tener en cuenta desde esta perspectiva interseccional son la edad, el país de origen y la etnia. Además, cuando el análisis adopta una perspectiva comparativa entre países, los patrones de género y salud difieren según las tipologías de estado de bienestar ( Artazcoz et al., 2014).
Desde el punto de vista de las desigualdades de género en la salud, es importante examinar el papel del trabajo a tiempo parcial, ya que muchas mujeres trabajan a tiempo parcial como manera de compaginar la vida laboral y familiar y, además, con la crisis ha aumentado el trabajo a tiempo parcial involuntario, que ha pasado en España de un 30 % a un 70 %. Diversos estudios señalan que el trabajo a tiempo parcial —sobre todo el trabajo a tiempo parcial involuntario— es de peor calidad, suele tener peores condiciones de empleo y de trabajo, menos salario por hora y, evidentemente, menos pensiones de jubilación (Fagan, Norman, Smith, González-Menéndez y Cam, 2014).
La división sexual del trabajo afecta también a las personas mayores. Por ejemplo, estudios realizados en España documentan que la convivencia con personas en situación de dependencia se asocia con más problemas de salud para diferentes indicadores de salud en ambos sexos, pero esta situación es mucho más frecuente en mujeres (Rueda y Artazcoz, 2009; Rueda, Artazcoz y Navarro, 2008). Por otro lado, los problemas de salud en los hombres mayores tienen más impacto en la salud de las mujeres mayores, porque las mujeres suelen emparejarse con hombres mayores que ellas. Además, también asumen más a menudo que los hombres trabajos de cuidado para otras personas que no son sus parejas. Finalmente, debido a las desigualdades en las trayectorias laborales, los ingresos de las mujeres durante la vejez son menores que los de los hombres, lo que genera desigualdades de género en la salud también en esta etapa de la vida (Pressman, 2003). Sin embargo, los estudios sobre las desigualdades sociales en la salud entre las personas mayores son todavía escasos (Artazcoz y Rueda, 2007).
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Autora de correspondencia.
La población española, como otras poblaciones en sociedades avanzadas, se está viendo afectada por un proceso de envejecimiento que, lejos de desaparecer, parece ir en aumento. Y en este proceso, el comportamiento de hombres y mujeres es diferente. La mayor esperanza de vida que viene observándose en el sexo femenino a lo largo del tiempo, y para la que únicamente se proyectan ligeras reducciones cuando se compara con la de los hombres, hace que el ensanchamiento que se observa en la pirámide poblacional española en los intervalos de edad superiores a los 65 años sea más acentuado en el lado derecho de la figura, representativo del colectivo de mujeres (Figura 1). En términos absolutos, en 2016, de los 8,7 millones de personas mayores de 65 años, aproximadamente el 56,86 % eran mujeres, 1,2 millones más que hombres (4,9 millones de mujeres frente a 3,7 millones de hombres) (Tabla 1). Estos porcentajes, que se reducen solo ligeramente en las proyecciones realizadas por el Instituto Nacional de Estadística para 2031 y 2066, van acompañados, sin embargo, de notables incrementos en el número de personas de ambos sexos por el envejecimiento de la población (Tabla 1). Así, en 2031 se estima que la población mayor de 65 años será un 34,75 % superior a la actual, y un 63,11 % superior en 2066 (11,7 millones de personas mayores de 65 años en 2031; 14,2 millones en 2066).
Cuando el análisis lo realizamos por intervalos de edad, el porcentaje que representa el sexo femenino se va acentuando a medida que la población envejece. Así, en 2016, entre los 80 y los 84 años se observa prácticamente el doble de mujeres que de hombres, siendo el triple entre los 95 y los 99 años, diferencia que, aunque se reduce en las proyecciones realizadas, sigue siendo claramente superior para ellas.
Desde un punto de vista actuarial, la esperanza de vida de las personas al nacer o en diferentes edades se calcula agregando (sumando) las probabilidades temporales de supervivencia a las diferentes edades (Ayuso y Holzmann, 2014a). Se proyecta que dichas probabilidades aumentarán de forma notable a lo largo del tiempo en nuestro país, tanto para hombres como para mujeres (Figura 2), aunque de forma más acusada para ellas.
Las mayores probabilidades temporales de supervivencia observadas y proyectadas para las mujeres derivan en mayores esperanzas de vida al nacer y a los 65 años, tal y como observamos en la Figura 3 y en la Tabla 3, con una brecha de género que se espera que disminuya solo ligeramente a lo largo del tiempo.
Las cifras presentadas en la Tabla 3 son suficientemente indicativas de las diferencias en el comportamiento esperado en la longevidad para hombres y mujeres, con un destacable número esperado de años de vida a partir de los 65 años. A modo de ejemplo, en 2016 la esperanza de vida para las mujeres desde la edad de jubilación se cifra en 23 años aproximadamente, cifra que disminuye en aproximadamente cuatro años para los hombres. En 2031 se estima que las mujeres de 65 años vivirán aproximadamente 25 años en término medio hasta su fallecimiento; los hombres, 21 años.
En un sistema de pensiones de reparto como el español se hace necesario mostrar la importante incidencia que tiene la evolución de la longevidad sobre el mismo (Ayuso y Holzmann, 2014b, 2014c). En el futuro próximo alcanzarán la edad de jubilación las cohortes nacidas durante el baby-boom español, quienes contarán con una esperanza de vida superior a la de sus antecesores, como se ha dejado patente en el apartado anterior. Además, los cambios producidos tanto en la sociedad española en general como en el mercado laboral harán que aumente el número de pensionistas de jubilación en los próximos años, con una mayor homogeneización del colectivo por sexo (Ayuso y Chuliá, 2018), quienes percibirán pensiones de superior importe que las devengadas en la actualidad.
En un sistema de pensiones de reparto como el español se hace necesario mostrar la importante incidencia que tiene la evolución de la longevidad sobre el mismoEl envejecimiento poblacional o, más concretamente, la caída de las tasas de mortalidad en edades avanzadas tiene un claro reflejo en las cifras observadas de pensiones devengadas a favor de personas de mayor edad, siendo estas la pensión de jubilación y la pensión de viudedad. En lo que respecta al número de altas en dichas pensiones durante los últimos años, ambas figuras han experimentado un progresivo crecimiento. Este comportamiento evidencia, por una parte, que cada vez son más los individuos que sobreviven a la edad ordinaria de jubilación (Herce, 2016; Vaupel, Kistowski y Kristin, 2005; Oeppen y Vaupel, 2002; Riley, 2001). Por otro lado, la explicación de este efecto está asociada con un hecho social y no biodemográfico, como es el incremento progresivo producido durante las últimas décadas del número de personas con carreras de cotización completas, lo que causa, por tanto, el derecho al percibo de la correspondiente pensión de jubilación por la que han cotizado.
En la Figura 4 se puede apreciar como el número de altas en pensiones de jubilación se ha incrementado en la última década para ambos sexos, siendo la variación relativa para la década 2006-2016 de un 40 % para las mujeres frente a un 26 % para el caso de los hombres. Este gran aumento positivo para el caso femenino se explica tanto por la elevada esperanza de vida de las mujeres como por la progresiva incorporación de la mujer al mercado laboral originado en las últimas décadas del siglo XX (Instituto Nacional de Estadística, 2014; Gómez y Martí, 2004; Cebrián y Moreno, 2008; Montero y Modéjar, 2005).
En lo que a la pensión de viudedad respecta (Figura 5), también se puede observar un incremento en el número de altas causadas por pensionistas de ambos sexos. Cabe destacar que la variación relativa producida ha sido superior en el caso masculino que en el femenino, pues el número de altas en dicha pensión producidas por hombres en 2016 fue un 23 % superior que en el año 2006. Este hecho es debido, de nuevo, al comportamiento observado en el colectivo femenino, ya que, al ser la pensión de viudedad una pensión de derecho derivado, el mayor número de mujeres con historiales de cotización conducentes al percibo de pensiones contributivas hace que, al fallecer estas, el cónyuge superviviente devengue la correspondiente pensión de viudedad por la que la mujer ha cotizado.
Desde el punto de vista del sistema público de pensiones, no solo es necesario tener en cuenta el incremento esperado del número de perceptores, sino también el hecho de que, cada vez más, las pensiones que causan alta serán de un importe superior al de las que ya se encuentran en el sistema o al de las que causan baja, lo que crea también, desde la perspectiva de la equidad, una desigualdad de ingresos por cohortes de edad que viene a sumarse a las diferencias por género que estamos analizando en este trabajo, efecto causado automáticamente por la incidencia que el envejecimiento tiene sobre dicha desigualdad (OCDE, 2017). En 2016, en términos globales, el importe medio de la pensión inicial de jubilación fue de 1332,37 €/mes, frente a 963,30 €/mes del importe medio de las bajas, por tanto, un 38,30 % superior. En el caso de la pensión de viudedad, el importe medio de las altas fue de 696,05 €/mes, mientras que el importe medio de las bajas fue de 574,50 €/mes.
En la Figura 6 se ponen de manifiesto los incrementos producidos en los importes de la pensión inicial de jubilación y de viudedad respectivamente durante la última década para hombres y mujeres. Se observa cómo, en el caso de la pensión de jubilación, son los hombres los que causan derecho al percibo de cuantías superiores, mientras que, en el caso de la pensión de viudedad, los importes superiores se devengan a favor de las mujeres. Durante el período analizado, el importe medio de la pensión inicial de jubilación para los hombres se ha incrementado en 350,05 €/mes, mientras que este incremento ha sido de 538,95 €/mes para las mujeres.
Sin embargo, el impacto que el aumento de la esperanza de vida tiene sobre el sistema público de pensiones no solo hace relevante el estudio de las citadas pensiones de manera separada, sino que se debe tomar conciencia del impacto que ambas pensiones tendrán de manera conjunta. En la Figura 7 se hace constar como el número de pluripensionistas de las pensiones contributivas de jubilación y viudedad (Alaminos y Ayuso, 2015) aumenta progresivamente para ambos sexos, con lo que queda patente la existencia de una amplia brecha de género a favor de las mujeres. En 2016, del total del número de pluripensionistas (690 091 personas), un 83,51 % son mujeres, frente a un 16,49 % de perceptores masculinos. Esta brecha de género se explica por el hecho de que, tradicionalmente, las mujeres han sido las principales perceptoras de la pensión de viudedad, debido a que los hombres han sido los principales contribuyentes al sistema. Sin embargo, dicha brecha de género se va reduciendo año tras año, con cada vez más pluripensionistas masculinos. De hecho, la variación relativa interanual se muestra superior para el caso masculino que para el femenino (variación relativa entre 2015 y 2016 del 2,61 % para los hombres frente al 1,90 % para las mujeres; comportamiento extensivo al período 2002-2016 con una variación del 39,95 % para los hombres y del 24,66 % para las mujeres).
Por último, el análisis de la población ocupada con edades cercanas a la jubilación evidencia la pronta llegada al colectivo de pensionistas tanto de una población más numerosa para ambos sexos como con salarios medios superiores, que causarán el devengo de importes medios superiores en las altas. En la Figura 8 aparece la evolución del número de ocupados por sexo con edades comprendidas entre los 60 y los 64 años, donde cabe destacar la evidente disminución de la brecha de género, especialmente durante los últimos años, pasando de una diferencia de 237 550 ocupados en 2002 a favor del colectivo masculino hasta reducirse a 137 425 ocupados de diferencia en 2016.
Además, dada la importancia que tienen los últimos salarios percibidos en el cómputo de la base reguladora que determina la cuantía de la pensión, el estudio del salario medio percibido por los trabajadores cercanos a la edad de jubilación nos ayudará a discernir la posible evolución que experimentarán los importes medios de las altas por pensión de jubilación. La Figura 9 muestra la evolución de los salarios promedio de los españoles de 55 y más años y revela que la brecha de género se ha mantenido casi constante en torno a un valor medio de 530 €/mes durante la década analizada. En España, al igual que en la mayoría de los países industrializados, se ha producido una reducción en las brechas de género existentes en el mercado laboral tanto desde el punto de vista de la tasa de empleo como de los salarios recibidos; sin embargo, aún queda un arduo trabajo de homogeneización en dicha materia (OCDE, 2017; Olivetti y Petrongolo, 2016).
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Luis Cordeiro es fundador y profesor de la Singularity University, enclavada en Silicon Valley, cuyo lema es “preparando a la humanidad para un cambio tecnológico acelerado”. Se trata de una universidad no convencional apoyada por Google y la NASA.
En una mesa redonda en la que ambos participábamos, deslicé la idea de que el envejecimiento biológico individual es irreversible y que el colectivo se puede revertir si cambian los valores de la población joven y adulta. También introduje el razonamiento de que, en realidad, deberíamos ver el envejecimiento como un proceso de rejuvenecimiento, ya que cada vez más personas cumplen más años y en condiciones cada vez mejores.
También introduje el razonamiento de que, en realidad, deberíamos ver el envejecimiento como un proceso de rejuvenecimiento, ya que cada vez más personas cumplen más años y en condiciones cada vez mejoresCuando Cordeiro tomó la palabra calificó esta idea sobre el envejecimiento-rejuvenecimiento de tímida e insignificante. Según él, la muerte será opcional a partir de 2045 (él habla de “la muerte de la muerte”) y, además, se podrá detener el proceso de envejecimiento e incluso rejuvenecer y fijar la edad biológica óptima a los años que se elijan. Él se apoya en que ya existen células que no envejecen (las germinales, las cancerígenas y algunas bacterias). En una palabra: seremos inmortales, y esa inmortalidad la viviremos como jóvenes, no como viejos. Pero, ¿qué hacer hasta ese momento? La solución está en la congelación hasta que podamos vencer cualquier enfermedad y alcancemos la inmortalidad.
Quizás algunos de ustedes hayan leído la obra del premio Nobel José Saramago, Las intermitencias de la muerte. Ambientada en un país y en una fecha desconocidos, cuenta cómo a partir de un 1 de enero nadie se muere. La gente celebra esta victoria sobre la muerte, pero el gozo dura poco, ya que el fin de la muerte plantea importantes retos financieros y demográficos. Los asilos y los hospitales se colapsan, las funerarias se quedan sin trabajo y una asociación llamada “la maphia” lleva a los moribundos fuera de las fronteras del país para que puedan fallecer. La muerte emerge poco después y, en un comunicado a la prensa, anuncia que el experimento ha terminado y que la gente volverá a morir. Cuando todo parecía encauzado, la muerte se enamora de un violonchelista, se convierte en un ser humano y, de nuevo, nadie se muere en el país.
Cito la novela de Saramago por dos razones: la primera es porque Cordeiro parece ponerle fecha al comienzo del primer cese de la actividad de la muerte (2045), y en segundo lugar, porque, como se menciona en el libro, la hipotética desaparición de la muerte es una posibilidad plagada de consecuencias. Imaginemos que no hay más muertes a partir del año 2050, cuando alcanzaremos una población de 9725 millones de seres: ¿cuántos seríamos en el 2100? Contando con los fallecimientos, la población mundial se situaría en 11 213 millones de habitantes; sin ellos, supuesta una tasa media para el período del 10 ‰, a esa población habría que sumarle otros 5000 millones. Se augura, pues, una población de 16 000 millones. Cordeiro sale al paso diciendo que la tecnología y la emigración espacial resolverán todos los problemas que puede plantear una población tan numerosa. Otros, por el contrario, se muestran mucho más escépticos, ante todo con la inmortalidad y, en segundo lugar, con las posibilidades de atender adecuadamente las necesidades de tanta gente.
No sé si seremos algún día inmortales, de lo que no hay duda es de que estamos en un proceso de crecimiento de la longevidad y del aumento del envejecimiento. No sabemos cuándo, pero es seguro que, en un tiempo relativamente corto, el récord de longevidad detentado hasta ahora por la francesa Jeanne Calment (Figura 1), con 122 años, 5 meses y 14 días, será pulverizado. Cada vez hay más centenarios y supercentenarios en el mundo, aunque no es sencillo conocer su número con exactitud. Una cifra habitualmente manejada es la de 170 centenarios por cada millón de habitantes, que nos lleva a 1,2 millones a escala internacional. En términos relativos, los valores más altos de centenarios por cada 10 000 habitantes los tienen Grecia (5,64), Japón (4,96) e Italia (3,04). Precisamente en Cerdeña (Italia), Icaria (Grecia) y Okinawa (Japón) se localizan tres de las cinco zonas azules del planeta, en las que profundizaremos posteriormente. En cuanto a los supercentenarios, la organización Gerontology Research Group calcula entre 300 y 450 personas los actuales supercentenarios, de los que solo están “validados” —es decir, probados con documentación estadística— aproximadamente un 10 %. Ciertamente no son muchos, pero los “posibles” y los “certificados” crecen, porque cada vez hay más longevos de esa edad y por la diligencia de los certificadores para probar su autenticidad.
No sé si seremos algún día inmortales, de lo que no hay duda es de que estamos en un proceso de crecimiento de la longevidad y del aumento del envejecimientoCentrándonos ahora en los supercentenarios: ¿quiénes son esas personas?, ¿qué características los definen? Hay en estos momentos 43 supercentenarios vivos y validados, de los cuales 42 son mujeres. El envejecimiento y la longevidad tienen nombre de mujer, rasgo que se acentúa a medida que se escala la pirámide de edades. De ese total, 21 son orientales; 17, blancos; 3, hispanos; y 2, negros. Por lugar de nacimiento, la mayoría son japoneses. El retrato robot del supercentenario es, por lo tanto: mujer, de raza oriental y japonesa de origen y residencia.
Pese a las dificultades estadísticas, describir el fenómeno es siempre más sencillo que explicarlo. De lo que no existe ninguna duda es de que se trata de un hecho multicausal en el que se combinan elementos genéticos, culturales, medioambientales y alimentarios. Los factores genéticos brillan con una luz especial. Parece demostrado que la propensión a vivir más es hereditaria. Basta recordar el ejemplo de Jeanne Calment: detrás de sus 122 años están los 93 que vivió su padre y los 86 de su madre, unas edades excepcionales para su época.
El índice Total Inmediately Ancestral Longevity (TIAL) equivale a la suma de la edad a la muerte de los cuatro abuelos y de los padres de una persona. El récord del TIAL lo tiene precisamente la francesa Jean Calment con 477 años, por delante de afamados científicos como Albert Einstein (390), Charles Darwin (378), Irene Curie (372) o Aage Bohr (436). Lo que el índice pone de manifiesto es que, cuanto más elevado resulta, mayores son las posibilidades de que una persona alcance una gran longevidad. Con los ejemplos anteriores, y en relación con su TIAL, Aage Bohr vivió 87 años; Albert Einstein, 76; Charles Darwin, 73; e Irene Curie, 58. Ahora bien, si una buena parte de la longevidad está en los genes, es preciso recordar que, según Valentín Fuster, hay más de 130 genes en los que se han encontrado diferencias significativas entre los centenarios (incluidos los supercentenarios) y el resto de la población. Entre ellos, menciona la acción singular del gen APOE o del FAXO 3, que, junto con algunos otros, hacen que las personas que llegan a cumplir 100 o 110 años aguanten mucho mejor el embate de enfermedades cardiovasculares, el cáncer o el alzhéimer.
La importancia de la genética no debe hacernos olvidar el papel de otros factores que, combinados con los anteriores, acaban explicando el mapa de los centenarios y supercentenarios en el mundo. Una alimentación adecuada, unas condiciones ambientales definidas por bajos niveles de contaminación en cualquiera de sus componentes básicos o un razonable nivel educativo que favorece la adopción de hábitos saludables son factores coadyuvantes de la longevidad.
La explicación de los límites actuales de la existencia humana combina dos grandes tipos de argumentaciones: las del “reloj interno”, según las cuales la duración máxima de la existencia está codificada en nuestro material genético; y las que aluden al “desgaste”, a la acción de ciertas causas que provocan un acortamiento de la vida y que, sin ellas, podría ser mucho más larga o quizás ilimitada. Ambas teorías son compatibles para explicar que nuestro horizonte está, por el momento, en los 122 años de madame Calment, dos más que el límite expresado en el Génesis (6.3), cuando Dios afirma: “Mi espíritu no permanecerá siempre en los hombres porque son mortales; sus días no superarán los 120 años”.
Las zonas azules son territorios en los que viven personas de gran longevidad: octogenarios, nonagenarios y múltiples centenarios, incluso algún supercentenario (más de 110 años). Se denominan así porque, por primera vez el demógrafo belga Michel Poulain y el médico italiano Gianni Pes identificaron una población con esta estructura en la región de Barbaglia, en la isla de Cerdeña, y delimitaron el territorio con tinta azul.
Con los genes de una vida larga se nace, pero la longevidad también se hace, como lo prueban los habitantes de las zonas azulesUn estudio demográfico realizado a comienzos de este siglo puso de manifiesto que una de cada 196 personas nacidas entre 1880 y 1890 había llegado a cumplir 100 años. Con posterioridad, el investigador estadounidense Dan Buettner se embarcó en un proyecto para identificar otros territorios con altos niveles de longevidad. De esta manera se localizaron cuatro espacios más (Figura 2) que recibieron, por extensión, el nombre de zonas azules, y que se sitúan en Okinawa (Japón), Icaria (Grecia), Loma Linda (California) y la península de Nicoya (Costa Rica). Todas ellas son zonas con abundante presencia de longevos, caracterizadas por alguna especialidad relacionada con esa condición: en Barbaglia, situada en la zona montañosa de Cerdeña, se produce la mayor concentración de centenarios del mundo; la isla de Okinawa localiza las mujeres más ancianas del planeta; Icaria, una isla del mar Egeo, tiene las poblaciones de longevos con menores índices de demencia del planeta; Loma Linda es una comunidad de adventistas del Séptimo Día con una esperanza de vida diez años superior a la media estadounidense; y Nicoya concentra la segunda comunidad de centenarios más grande de la Tierra.
En un afán de síntesis, quizás podríamos reducir estos nueve factores a dos principales: el primero sería llevar una vida “saludable”, que suponga moverse frecuentemente, practicar rutinas que “interrumpan” el estrés habitual y comer sin saciarse productos eminentemente vegetales, sin renunciar completamente al alcohol; y el segundo sería insertarse en grupos que fomenten y ayuden a cumplir estas “buenas prácticas”, como grupos familiares, comunidades de creyentes, grupos sociales, etc., los cuales deben poseer su ikigai, su razón de vivir. Hay un ikigai personal, y cada cual tiene el suyo, pero hay también un ikigai colectivo que define los objetivos de cada comunidad y los desafíos que debe resolver para alcanzarlo. Vivir así, más y mejor. Con los genes de una vida larga se nace, pero la longevidad también se hace, como lo prueban los habitantes de las zonas azules y como lo prueban algunas experiencias llevadas a cabo en Finlandia y en Minesota, descritas por Buettner en su libro El secreto de las zonas azules.
Ante todo, me gustaría insistir una vez más en la necesidad de cambiar los umbrales estadísticos del envejecimiento. Los 65 años son una edad demasiado temprana para seguir utilizándola. Es preciso adoptar alguno de los procedimientos que se barajan como posibles, cualquiera de los cuales sitúa el umbral en una edad más elevada, hecho sobre el cual empieza a haber un elevado grado de consenso.
Una característica notable del envejecimiento es el envejecimiento de la propia vejez, el “sobreenvejecimiento”, que significa que habrá cada vez más viejos, que serán cada vez más viejosNo obstante, para darnos una idea de la intensificación del envejecimiento y para poner de manifiesto su generalización a todo el planeta, recordaré las cifras de la revisión de World Population Prospects correspondiente al año 2015 y las compararé con las que esa misma fuente da para la población joven.
En el 2015 había en el mundo más de 600 millones de personas con 65 y más años. Por el porcentaje que representan sobre la población mundial, no se puede decir que tengamos una población envejecida a escala planetaria. En 2050 la población de 65 y más años se doblará con creces, y la tasa crecerá hasta el 16 %. Así pues, el envejecimiento empieza a ser un fenómeno global, aunque quepa diferenciar en esa situación diferentes intensidades (Figura 3).
Frente a este panorama, veamos ahora lo que ocurrirá con la población joven. Ante todo, hay que señalar que, en términos absolutos, apenas va a crecer, pero en términos relativos va a disminuir. En 2050 no hay todavía inversión de la tendencia demográfica, un hecho que ocurrirá en la segunda mitad del siglo actual (Figura 4).
Una característica notable del envejecimiento es el envejecimiento de la propia vejez, el “sobreenvejecimiento”, que significa que habrá cada vez más viejos, que serán cada vez más viejos; es un hecho conocido que ahora pretendo cuantificar a través de los datos de la revisión de World Population Prospects. Concretamente, ofreceré los datos de la población de más de 80 años (Figura 5). Por el momento, son unos 125 millones, que se convertirán en 434 en 2050 (+ 246 %). Eso significa un crecimiento muy superior al de la población de 65 y más años (+ 156 %) y al de la población en su conjunto (+ 132 %).
Como ocurría con la población de 65 años y más, el mayor crecimiento corresponde al grupo de países en desarrollo. Quizás convenga reservar la denominación de “vieja” a la población que tenga entonces 80 años y más. Si fuera así, su porcentaje sobre la población total solo supondría un 4 %, que no parece una cifra demasiado elevada.
Sabemos que el envejecimiento es, ante todo, una conquista social, pero que no es un fenómeno neutro, sino que está plagado de consecuencias económicas, sociales, políticas, demográficas y de muy diversa índole. Con frecuencia tendemos a subrayar sus aspectos negativos y a considerarlo como un problema, y nos olvidamos de que, junto a otros hechos demográficos, también constituye una oportunidad.
En resumen: el mercado laboral a corto plazo perderá jóvenes y adultos jóvenes y acusará un envejecimiento de la masa laboralEntre los retos abordaré únicamente dos, relativos sobre todo a la situación española, para después centrarme en las oportunidades.
El primer reto se refiere al pago futuro de las pensiones, sobre lo que reconozco que está ya casi todo dicho. Pero voy a echar mi cuarto a espadas mediante la exposición de algunas ideas que están contenidas en el documento Un sistema de pensiones sostenible que asegure la cohesión y el equilibrio intergeneracional, elaborado por el Círculo de Empresarios, en el que yo mismo participé. La tesis que defiende el informe es que el actual sistema público de pensiones español, obligatorio, contributivo y de reparto, no nos va a permitir el pago futuro de dichas pensiones. Entre la información que ofrece el estudio hay un gráfico que me parece especialmente ilustrativo (Figura 6), en el que se compara la situación actual y la existente en el 2030 de cuatro indicadores clave: el número de pensionistas, la tasa de dependencia, la ratio cotizante / pensionista y la tasa de reemplazo.
Esta evolución exige llevar a cabo reformas a corto, medio y largo plazo. Entre las medidas a corto y medio plazo se mencionan cuestiones como desincentivar la jubilación anticipada, ampliar la vida laboral, elevar el número de años de cotización para el cálculo de la base reguladora de la pensión de jubilación, introducir medidas fiscales orientadas a incrementar el ahorro privado, aplicar políticas de ayuda familiar y de conciliación de la vida laboral y familiar, etc. A largo plazo se propone transformar el actual sistema de reparto en uno mixto basado en tres soportes: reparto, capitalización obligatoria y capitalización voluntaria. El primer soporte estaría orientado a garantizar un nivel de vida mínimo con unas pensiones básicas; es decir, se trataría de un sistema público de pensiones de reparto. El segundo soporte sería un sistema de capitalización obligatorio al que contribuirían empleadores y trabajadores, y su objetivo sería acercar la pensión al nivel de vida de que disfrutaba la persona durante su etapa activa. El tercero consistiría en aportaciones voluntarias a planes y fondos de pensiones, impulsado mediante un tratamiento fiscal más incentivador que el actual.
El segundo reto se refiere a la necesidad de introducir cambios substantivos en el mercado laboral. La población potencialmente activa (hemos contabilizado la de 20 a 64 años) va a perder entre 2016 y 2031 más de dos millones de personas. Las pérdidas se concentrarán sobre todo en el tramo de 20 a 49 años, que se reducirá a 3,8 millones. En cambio, el de 50 a 64 años ganará 1,7 millones. En resumen: el mercado laboral a corto plazo perderá jóvenes y adultos jóvenes y acusará un envejecimiento de la masa laboral.
Esta situación, además de exigir la inyección de más trabajadores de otras procedencias (mujeres, inmigrantes), requerirá más trabajadores séniores en el mercado laboral y la revisión de las políticas de prejubilaciones y jubilaciones anticipadas por parte de las empresas. El trabajo de las personas séniores en España da cifras muy bajas: según la Encuesta de Población Activa (Figura 7), los mayores de 55 años suman 3,5 millones, que, sobre los 22,7 millones que componen la población activa, representan un modesto 15 %. Además, la mayoría de estos activos se concentran en el grupo de 55 a 59 años (63 %), mientras que por encima de los 65 años solo hay un 0,8 % de los activos. Si de los porcentajes pasamos a las tasas de actividad, el panorama vuelve a ser desolador: entre los 55 y los 59 años la tasa supera el 70 %, pero baja al 6 % entre los 65 y los 69 años, y el porcentaje de los de más de 70 años es puramente testimonial (0,60 %). Si comparamos nuestra situación con la de la Unión Europea, los resultados son muy ilustrativos: frente a nuestra tasa del 6,23 %, la media de los países de la UE está en casi el 19 %, con países como el Reino Unido (34 %), Suecia (31,5 %) o Portugal (37,8%) que la rebasan ampliamente.
Esta situación va a tener que cambiar, aunque el contexto para esta transformación no es precisamente el más favorable. Cuatro grandes actores desempeñan un papel en el funcionamiento del mercado laboral: el Ministerio de Trabajo, que sí defiende el alargamiento de la vida laboral de los trabajadores séniores por las repercusiones positivas que tiene sobre el pago de cotizaciones y el cobro de las pensiones; las empresas, que en su mayoría favorecen las prejubilaciones o jubilaciones anticipadas por razones básicamente salariales; los sindicatos, que en general no son partidarios de prolongar la vida activa de la mayoría de los trabajadores; y los propios trabajadores, que en buena parte no son proclives a mantenerse mucho tiempo en la vida laboral.
Con este panorama, la prolongación de la vida activa de determinado tipo de trabajadores no va a ser un proceso sencillo, pero sí va a resultar necesario, porque el mercado de trabajo va a estrecharse y porque muchas empresas necesitarán retener más tiempo su talento, ya que por la base de la pirámide laboral no va a entrar el suficiente. Creo que las empresas empiezan a darse cuenta de esta necesidad y algunas empiezan a definir planes para retener a sus trabajadores cualificados. Lo que definitivamente ayudará a este proceso es la definición, por parte de los poderes públicos, de políticas incentivadoras de esa retención. En este sentido, conviene recordar un estudio del Top Employers Institute que recuerda que solo un 29 % de las empresas españolas ha desarrollado planes de incorporación y retención del talento sénior, frente a la media europea, que se sitúa en el 52 %. Algunas de las empresas que están llevando a cabo políticas de este tipo incluyen la flexibilidad horaria, el tiempo parcial, el teletrabajo, labores de formación, etc. Como ejemplos de buenas prácticas podemos citar las de compañías como Altadis, Axa o Makro.
Según Nicky Stafford, cogestora del Global Demography Fund, la demografía es el factor más determinante para el futuro de la economía, y ningún inversor sensato con un horizonte a largo plazo puede permitirse el lujo de darle la espalda. A pesar de ello, las cosas no suceden así. La demografía es ciencia de luces largas y, con frecuencia, los mercados no le prestan suficiente atención por su visión más cortoplacista.
Los séniores próximos a la jubilación o recién jubilados ofrecen un amplio abanico de oportunidades para los negocios que sepan adaptarse a sus nuevas necesidades. Son personas con espíritu crítico y destrezas suficientes para manejarse en la redHay tres grandes macrotendencias demográficas que suponen oportunidades importantes para los inversores:
Ya hay muchas compañías en diferentes ámbitos que trabajan para una clientela predominantemente mayor (Figura 8).
Estas empresas pertenecen principalmente al mundo sanitario, inmobiliario, de la automoción, de cuidados personales, de utensilios para el hogar, de las nuevas tecnologías o del sector financiero (Figura 9).
En el ámbito sanitario se desarrollan servicios especializados para los mayores: hospitalarios, farmacéuticos, ortopédicos, de atención a la dependencia, etc. En el ámbito inmobiliario proliferan en todas partes los llamados senior resort, urbanizaciones para personas de 50 o 55 años y más que están dotadas de todas las comodidades que ofrece un complejo vacacional: domótica, instalaciones deportivas, culturales y comerciales y, muy especialmente, servicios médicos permanentes; se encuentran en áreas favorecidas climáticamente: en el Caribe, en la Costa del Sol española o en las Baleares. En el sector automovilístico hay compañías que diseñan modelos para los consumidores de edad. Entre ellas figura Ford, algunos de cuyos modelos incluyen la facilidad de acceso y salida de los vehículos. En el ámbito de los cuidados personales, los grandes laboratorios producen cremas antiedad, y basta meterse en internet para consultar los eslóganes: se anuncian cremas para prolongar la juventud, para rejuvenecer la mirada, para recuperar la juventud de la piel, para rejuvenecer más de diez años, etc. Entre los utensilios para el hogar figuran las lavadoras de carga superior y base elevada de Whirlpool o los utensilios de cocina de una empresa como OXO.
Resultan de especial interés, en el terreno de las nuevas tecnologías, las llamadas “herramientas intergeneracionales”. Los más jóvenes de los mayores (boomers) son la primera generación de séniores digitales, y utilizan los móviles, los smartphones e internet cada vez con mayor frecuencia. Las grandes compañías tecnológicas han advertido la tendencia demográfica y orientan su I+D hacia la adaptación de la tecnología al sector más envejecido. Dos grandes líneas de desarrollo son la domótica y determinadas herramientas para los que se han dado en llamar silver surfers. La domótica va a constituir la gran revolución de los hogares en los próximos años: electrodomésticos interconectados, luces y sistemas de calefacción que ahorran energía —se activan con los movimientos—, sistemas de seguridad que se activan por sensores, sistemas de conexión médica permanente, etc. Los sistemas denominados Seniors AAL (Ambient Assisted Living) pueden detectar situaciones concretas de urgencia y avisar a médicos, bomberos o personal de seguridad, o encender y apagar electrodomésticos, luces, hornos, televisión, etc., de manera automática. Otro ámbito donde no dejan de surgir herramientas y aplicaciones especialmente diseñadas para los senior surfers es internet. Las páginas web a ellos orientadas deben tener dos condiciones imprescindibles: la usabilidad y la accesibilidad. Usabilidad es la capacidad de una página para ser comprendida, usada, aprendida y ser atractiva para un usuario. La accesibilidad es el grado con que una página puede ser visitada por cualquier persona, independientemente de sus capacidades técnicas o físicas.
Los séniores próximos a la jubilación o recién jubilados ofrecen un amplio abanico de oportunidades para los negocios que sepan adaptarse a sus nuevas necesidades. Son personas con espíritu crítico y destrezas suficientes para manejarse en la red. Conocen el comercio electrónico, gestionan sus trámites burocráticos en línea, realizan operaciones a través de la banca electrónica u organizan sus vacaciones a través de la red. No diré que navegan por la red como sus nietos, pero tampoco son analfabetos digitales.